28 de septiembre de 2007

"El desván de la enana"

Han acondicionado el desván para que me instale en él y "me sienta como en casa", me han dicho. ¿Cómo en casa? ¿Qué demonios es eso de sentirse como en casa? Nunca he tenido un hogar fijo y estable. Mis padres me abandonaron en una vía de tren cuando era chica, porque pronto se dieron cuenta de que era más chica de lo normal.

Soy enana. Padecer enanismo es una lacra para los demás. Yo me acostumbré en seguida a bandeármelas por ahí aceptando sin chistar que era el ser más diminuto en mi especie y que los diferentes, los raros eran los demás. Lo cierto es que soy una tipa tan espabilada que he podido trabajar en muy diversas ocupaciones y en todas, no sólo he salido airosa sino que además se me ha querido mucho y se ha hablado siempre de mí cosas agradables que aumentaban mi autoestima y reputación. En esta puñetera vida la reputación cuenta más que la talla. Pero ni la talla ni la reputación te salvan de una crisis económica de esas en las que todo el mundo de repente debe bastante más de lo que tiene. El dueño del circo en el que trabajaba nos reunió a todos un mal día y nos dijo que ya no podía sostener más aquel maldito tinglado. Aseguró que debía impuestos a todos los ayuntamientos del país, que nada era suyo y que antes de que viniesen los precintos y embargos a arrebatarnos lo poquito que nos quedaba, lo mejor era desmantelar el circo y que cada quien se buscase la vida.

Recorrí oficinas del paro, colgué anuncios por todas partes y cuando ya pensaba que no me llamaba nadie por la cosa fea de mi estatura, recibí una noche una llamada de doña Espe y aquí me tienen alojada en el desván de la casa. Como el asunto del servicio doméstico ahora con la nueva legislación pinta tan malamente, porque a la Tesorería Territorial y a los de inspecciones laborales no les gusta un pelo que no estés dado de alta en la Seguridad Social, no cotices a Hacienda y no estés en situación regular y legal, doña Espe me tiene aqui en el desván medio secuestrada "por mi bien", dice, y yo encantada porque la forma abuhardillada de esta estancia no es inconveniente para mi. Doña Espe se tiene que agachar cada vez que sube, pero yo me paseo por el desván a mis anchas entre libros viejos, enseres arrinconados por viejos y mil cachivaches y trebejos que no sirven para nada. Creo que doña Espe sufre eso que llaman el síndrome de Diógenes, que por lo visto era un tipo que acumulaba cosas en su casa, adoraba hurgar en los contenedores de basura y recoger lo que otros tiran sin piedad. Si doña Espe no tuviese marido era cosa de presentarle al fulano ése que seguro hacían muy buenas migas. ¡Total y resumiendo, que doña Espe me contrató de palabra y obra como interna de servicio doméstico! Me hizo jurar sobre la Santa Biblia que no les diría nada a los de la Tesorería Territorial ni a los de Hacienda ni a nadie! No me permite salir de la casa durante el día. Nadie me puede ver o sospechar de mi existencia. Sólo me da los domingos como único día libre de la semana y para no levantar la liebre tengo que salir el sábado de madrugada a hurtadillas sin que nadie se de cuenta. Agacharme no hace falta porque si algún vecino asoma la cabeza por alguna ventana lo mismo me toma por ardilla que por cualquier otro roedor. Pego una carrera tan acelerada que creo que nunca se va a destapar este pastel fraudulento.

Me siento feliz. Doña Espe se porta bien conmigo. Me paga mensual y puntualmente los diez euros la hora pactados poniendo a Dios por testigo. Me permite comer tres veces al día y me ha cedido un desván enterito para mi sola. Por las noches me tumbo en mi cama y contemplo el cielo estrellado a través de la ventana inclinada que está incrustada en el techo como un cuadro y que se llama Velux. Doña Espe la llama lucernario, pero en realidad se llama Velux. Yo le digo, "¡Mira, Velux, qué noche más preciosa! Sólo en estos momentos me gustaría ser gigante y poder alcanzar dos estrellas. Una para tí y otro para mí. El resto del tiempo mi condición de enana me viene como anillo al dedo porque ninguna ecuatoriana, dominicana o rumana sería capaz de pasar muchas noches en este desván que parece hecho a mi medida. ¿A qué sí, Velux?

25 de septiembre de 2007

" Labrador retriever"

El perro hurga y escarba entre las basuras de los contenedores de la bocacalle de Henry Dunant. Precioso labrador retriever de aspecto cuidado y limpio. No busca restos de comida. En realidad intenta hallar entre los desperdicios el arnés que momentos antes un tipo corpulento y descastado le ha arrancado sin piedad para después arrojarlo al cubo con desprecio. Aulla y gime desesperado. Si no lo encuentra pronto su amo morirá desangrado.

Luce esa noche una luna oronda como un globo gigante de luz, pero la claridad es aún así insuficiente. Lo encuentra en el preciso instante en que se escuchan los gritos de una vecina que se ha asomado a la ventana. Coge el arnés sucio y lleno de grasa con su hocico y desesperado intenta ponérselo sin lograrlo. Lame la sangre que brota del costado del hombre ciego que yace tendido en el suelo, mientras intenta inútilmente que abra la palma de su mano inerte para entregarle el arnés. Pero estos actos desesperados son del todo insuficientes. Escucha que se aproxima el ruido de las sirenas de policía y ambulancia, las mismas que oyó aquella vez que hubo un incendio en el bar El Escondite situado en los bajos de la casa en la que viven. En aquella ocasión despertó a su amo, éste le puso el arnés y ambos pudieron poner pies en polvorosa de allí. Los bomberos y policías le acariciaban y le hicieron sentir como un héroe. Pero esta vez no se está comportando como tal. La impotencia lo preside todo como un fantasma nocturno y alevoso.

A su amo lo han tumbado en una camilla y se lo llevan metido en aquella caja amarilla que emite luz y sonido como si en algún lugar hubiese un incendio imposible de apagar y el tuviese la culpa de alguna manera. Lo acarician los vecinos del lugar, los agentes de policía, los barrenderos que han venido a limpiar los restos de sangre en la calzada y las bolsas de basura con sus entrañas rotas y esparcidas por el suelo. Alguien quiere arrancar el arnés de su boca, pero el pobre animal que jamás se ha mostrado agresivo con nadie, se resiste. Un policía exclama, "¡Déjelo en paz! ¿No ve que está muy asustado?"

El servicio de recogida de perros callejeros ha venido a buscarlo y ahora lo introducen en esa jaula que no emite luz ni sonido en compañía de dos perros sarnosos y famélicos que le miran mal. Sin duda le aguarda un destino aciago. Sus días como perro guía bien adiestrado en ejercicios de obediencia, fiel y experto han tocado a su fin. No aceptará sumiso esta nueva vida que le aguarda. Se dejará morir de hambre y sed.

Los entrenadores de la ONCE han venido a recogerlo y le han puesto su arnés limpio y reluciente. Se lo llevan en la misma caja con ruedas que aquella vez que le guiaron hasta su nueva casa y su amo le dió una bienvenida tan cálida y acogedora que ya no quiso separarse nunca más de él.

A la puerta del hospital corre hacia su amo que camina muy despacio con la mano apoyada en el costado. Es el día más feliz de su vida perruna, una vida que no se diferencia demasiado de la vida de los demás, exceptuando en que su arnés es el más reluciente, limpio y bello del mundo.

21 de septiembre de 2007

"La casa abandonada de Julio Cortázar"


Nos gustaba la casa porque a parte de espaciosa y antigua tenía un jardín en la parte delantera en el que crecían azaleas y geranios de todos los colores y un huerto en la parte trasera con un cerezo, dos perales, un limonero y un magnolio, que es el árbol más preciado para mi.

De la casa sólo sobreviven los árboles, no por centenarios como sería lógico, sino por indiscretos. Siempre sospeché que mantenían una extraña comunicación telepática entre ellos y que estaban al corriente de cuanto sucedía dentro y fuera de la casa. Ahora puedes verlos cuchichear como viejas castañeteándoles los dientes por el frío de la intemperie y lo que destempla el cuerpo la ociosidad. El tronco esbelto y la copa henchida de globos blancos a punto de emprender el vuelo del magnolio cargan de una fragancia extraña el huerto, el jardín y las estancias deshabitadas de la casa que exhibe un cartel desvencijado a punto de caer sobre la hojarasca inútil de una vana promesa de venta. Nadie va a comprar esta casa. Nadie. Los árboles se adueñan de ella como soldados que aprovechan un vacío de poder perentorio. Hojas y ramas trepan por el pasamanos de la escalera y se tienden sobre el frío mármol del suelo formando una alfombra que sólo las ratas se atreven a transitar. Ayer vino el administrador, accedió al jardín y no se atrevió a franquear la puerta. Pensó que tal vez reviviendo las azaleas y geranios pronto podría desembarazarse de la casa, pero desechó la idea por absurda. Nunca se venderá esta casa. Lo sabe él y lo sabemos nosotros los fantasmas que la habitamos. Nadie puede vernos. Ni siquiera sospechamos de nuestra propia existencia los unos de los otros. Sé que soy como una visión quimérica que pronto se esfuma ante cualquier espejo, pero también sé que aquí no estoy solo. Los demás supongo que sienten idéntica superstición y presunción. La explicación es sencilla. Existen porque yo existo. Existen porque todos vivíamos aquí bajo un mismo techo antes de que Ninette se cobrase venganza por nuestros desprecios y nos sirviese la comida envenenada. Mientras vivió Madame Solange campábamos a nuestras anchas por el huerto y el jardín y a veces correteábamos por la cocina. Ahora como un espectro me paseo por todas las habitaciones de la casa y mis maullidos sólo los escuchan los árboles, que se quejan de que trepo demasiado a menudo por sus ramas y les daño sus delicadas arterias. Creo que el peso de mi alma gatuna es insignificante, pero a ellos les encanta protestar por todo.

Me gusta la casa porque a parte de espaciosa y antigua se ha ido convirtiendo en un espacio de libertad para mi y seguramente para los demás

18 de septiembre de 2007

"El encargo de James Ness"

Cerca de las casas negras de Garenin, en una lujosa mansión de Carloway en la Isla de Lewis, reside James Ness, uno de los hombres más ricos de Escocia, un presbiterano de pro, de reputación y prestigio intachables entre los isleños. Ness ha permanecido soltero toda su vida. Dueño de la heredad de una rancia familia aristocrática, su conducta leal y responsable le ha reportado siempre suculentos incrementos de fortuna y buen crédito.

No obstante, de un tiempo a esta parte James no se siente bien. Tanta honradez, constancia, fidelidad al legado familiar, tanta compostura y rectitud, de qué le han servido en realidad. Nunca un desliz, una flaqueza moral. Nunca un homenaje en propio beneficio y provecho. Nunca un amago de coquetería y seducción a ninguna mujer u hombre. James se considera un ser anodino e infeliz que ha desperdiciado su vida en vanas empresas de bondad y candidez ingenua. Considera su existencia como una obra maestra de la insulsez. No puede dormir por las noches. Devana el hilo de sus pensamientos alrededor de la bobina de los remordimientos, los escrúpulos, recelos. Por primera vez en su vida una idea malévola le ronda en la cabeza como un moscardón.

Cuando la intención cobra la magnitud de un deseo poderoso en su mente, aguarda a que el reloj marque una hora prudencial de la mañana. Hace tiempo que conserva como oro en paño una tarjeta, un nombre, un número de teléfono. “Algún día usted puede precisar de mis servicios, Señor Ness”. El tipo le estrechó la mano sin quitarse el guante de piel negro. Aquel detalle le estremeció de alguna manera.

James le expone lo que quiere al detalle. El encargo le costará ciento sesenta mil dólares americanos. Los tiene preparados en su caja fuerte. Todo saldrá como lo ha planeado durante meses. El rey del Ajedrez Lewis será suyo. Excentricidad genuina, la del que anhela poseer un cuerpo celeste imposible de alcanzar. El rey, esculpido en marfil de morsa, oriundo de Trondheim, capital medieval de Noruega, residencia de los jefes supremos escandinavos de la isla de Lewis durante los siglos XI y XII. El rey será a partir de ahora su secreto, su fechoría infantil y caprichosa. El rey será su secreto, reservado y oculto en su caja fuerte, en su conciencia, que desde ahora padecerá el sigilo insidioso del remordimiento, la inquietud, la desazón que le faltaban para sentirse un verdadero ser humano. El secreto será el rey. Lo cuidará. Le cuidará. Ambos, secreto y rey le colmarán el espíritu de desasosegada satisfacción como a un niño malévolo y cruel.

10 de septiembre de 2007

"Tres do de pecho"

El profesor de canto insiste "El Do de pecho del tenor no existe. Alguno, como Di Stefano, se empeñó en darlo desgañitándose, abriendo la boca como un energúmeno y pagó el precio de no alcanzar luego el Si ni el Si bemol. El Do de pecho es en realidad una nota cubierta que nace en el paladar y se orienta a un punto imaginario entre las cejas en la máscara del tenor, el barítono y el bajo. Los sopranistas y contratenores utilizan la voz de cabeza."

Luciano se distrae mirando por la ventana. Las clases de vocalización que le imparten el profesor Dondi y su esposa en Modena le aburren soberanamente. Deja volar la imaginación. Sueña con la prueba de selección a la que asistirá mañana. Aspira a ser portero profesional, pero sus padres se empeñan en que se dedique a la enseñanza, en que algún día sea profesor y que le preste alguna atención a ejercitar su prodigiosa voz. A Luciano le resulta tan fácil cantar y alcanzar ese "do de pecho" que Dondi describe como algo imposible, que no encuentra ningún mérito en el arte del bel canto. ¡Distinto es dominar la estrategia del guardameta y evitar que a uno le metan un gol ! Ese, sí, es un gran incentivo para él. Dondi se percata de que el joven se muestra ausente y desinteresado. Le recrimina que nunca llegará a ninguna parte si no deja de mirar por la ventana las musarañas.
Luciano ya no aguanta más estas clases insulsas que no llevan a ninguna parte. Se levanta del pupitre. Decidido se sube a él usando la silla de peldaño. Carraspea. Se aclara la voz y canta el aria de Tonio de "La hija del regimiento" de Donizetti encadenando tres do de pecho. Al terminar exclama desde este improvisado escenario: "En esta ocasión han sido tres, pero puede que algún día encadene siete u ocho seguidos. Me voy a entrenar que mañana tengo partido importante y no quiero que me marquen ni un solo gol. Arrivederci. Caio."

7 de septiembre de 2007

"El último dragón del cuarto regimiento"


Maruja lava la colada a la orilla del Manzanares en el Ventisquero de la Condesa de la Cuerda Larga. Luce un sol de primavera radiante pero que trae un olor raro, diferente al de otras jornadas al olfato de la joven lavandera. Frota la prenda con frenesí para acallar la voz de sus pensamientos que le augura presagios funestos. No la quiere escuchar. ¡De ninguna manera!¡ Suficientes desgracias le han caído ya a su familia ¡.



Le encanta lavar la ropa por encargo. Antes acudían todas las mujeres del pueblo, pero desde que llegaron los franceses no merece la pena exponerse a riesgos innecesarios. Maruja se ofreció de buen grado porque le gustan la soledad, la corriente del agua arrugándole las manos con el jabón casero que elabora ella misma, la labor de ayudar a las demás mujeres. A su madre no le gusta nada que se marche ella sola por esos caminos del demonio cargada con el cesto de ropa sucia a muy temprana hora de la mañana y que regrese mientras todos sestean y ya han comido el cocido. Maruja está en los huesos y su madre quiere remediar eso para convertirla en una rolliza mujer que encuentre pronto marido. Pero Maruja no quiere casarse y convertirse en alguien rudo, aburrido y tosco como su propia madre. Sueña que su vida transcurre plácida en la soledad limpia de la corriente del Manzanares entre sábanas de lino y vestidos de algodón.



El olor de la espuma del jabón se mezcla con este nuevo hedor de sangre que se aproxima. Siente en su nuca el sonido del cabalgar cansino del jamelgo que se acerca flaco y desgarbado hacia la orilla buscando agua. Maruja cede al reclamo de su voz interior y vence su miedo de la única manera posible que se le ocurre en ese momento. Se gira bruscamente empuñando la pastilla de jabón en una mano y en la otra una sábana retorcida que acaba de lavar, aclarar y enjugar. Por lo menos tendrá algo con lo que defenderse del maldito francés. Pero sobre la silla atravesado en el asiento, la charnela y el estribo cabalga el cuerpo de un soldado moribundo. Maruja siente el impulso de bajarlo de la cabalgadura y arrojarlo al río, pero de nuevo la voz le ordena que obedezca a ese noble sentimiento altruista que le ha dado la fama entre los suyos de buena persona, generosa y desinteresada. Con cierta brusquedad empuja el cuerpo del soldado hasta que consigue que caiga al suelo. Lo examina y pronto descubre una herida punzante que sangra abundante en una pierna. Con agua y jabón la limpia. Con la sábana le practica un torniquete, le refresca la cara y le humedece los labios. El soldado abre un poco sus ojos apagados y susurra una palabras que Maruja no consigue entender. ¡Si supiera francés! ¡Ay, si supiese francés! Entendería lo que el pobre soldado le ha dicho antes de expirar, “Gracias, señorita. Le saluda el último Dragón del Cuarto Regimiento del ejército napoleónico. Guarde mi sable, mi pistola y mi carabina. Guárdelos que es lo único que puedo ofrecerle como muestra de gratitud”



Maruja arroja el cuerpo envuelto en una sábana al río y regresa al pueblo con su cesto de ropa limpia y un jamelgo hambriento, que cuando se recupere le acompañará a partir de ahora