13 de junio de 2008

proyecto de novela comunitaria CAP I, II, III .- "Las aventuras y desventuras de Santiago Paraíso"

Santiago Paraíso, periodista del diario digital www.especi@senpeligro.es , durante años columnista de la crónica de sucesos del periódico gratuito Metro, recibió el encargo de acercarse por aquel pueblo que despertaba tanta expectación mediática. El jefe de redacción, Eduardo Torres, le había encomendado este trabajo, un poco por sacudírselo de encima, en parte por celos profesionales, más bien por no ir él mismo. La amaxofobia le complicaba la vida hasta esos extremos. Recorrer trescientos kilómetros de ida y otros tantos de vuelta entre sudores, escalofríos, inseguridades no le compensaba ya nada. El periódico escatimaba en gastos. Pernoctar en hoteles de mala muerte. Engullir esos menús carentes de atractivo gastronómico. Detenerse cada treinta kilómetros para tomar aire, recuperar su ser, repostar diésel a precio de caviar. No seducir ni a la dependienta medio lela de la Estación de Servicio. Demasiados inconvenientes. Una sola ventaja: perder de vista a la parienta y los niños unos días:

- Toma las llaves de mi coche. Si quieres compañía, te puedes llevar a mi mujer, los niños, el perro y el mando de la tele de la cocina.
Santiago detestaba esos chascarrillos estúpidos de Torres, su cara de verraco, la verruga negra que articulaba sus labios en una de sus comisuras. Accedió un poco por complacer a su padre que le animaba a probar nuevos retos, en parte por romper la rutina, más bien por perder de vista a Eduardo.

Las dietas no le alcanzaban ni para pipas, pero el joven periodista partió a las dos de la noche en el coche del jefe de redacción cuyo interior hedía a orines de perro, papilla y pañales de bebé, laca de uñas, de pelo, perfume barato, una mezcolanza de olores que le estuvieron mortificando las primeras dos horas de trayecto. Torres le había aconsejado que ocultase su identidad, que de entrada no fuese largando por ahí su cometido, que convenía cierta discreción. Dicho esto por el ser más indiscreto del planeta, sonaba a chufla, no obstante a Santiago le sorprendía que por una vez en sus vidas ambos coincidiesen en un mismo parecer. La dificultad estribaba ahora en inventar una excusa, un camelo que resultasen convincentes a las gentes del pueblo. Santiago, espécimen de ciudad, se perdía en el ambiente rural. Si el caso no cobraba consistencia en tres o cuatro días, tiraría la toalla, regresaría a la redacción con el depósito del coche vacío, pero la tapicería limpia y el interior ventilado. Dejaría las cuatro ventanillas abiertas durante su estancia allí. Los pueblos seguían teniendo pública voz y fama de tranquilos. Si algún cretino robaba aquella cochambre, él tendría que vérselas con Torres, pero ya estaba acostumbrado a soportar sus diatribas.

Por una distracción – le vencía el sueño – no sabe bien por qué, llegó a la gasolinera de La Panadella en Montmaneu, cruce de carreteras que de alguna manera había perdido su antiguo fulgor como uno de los paradores más concurridos del territorio nacional, desde que se inauguró la variante de la A-2, como si una mano negra le hubiese guiado hasta allí por alguna causa que se le escapaba. Repostó diez euros de combustible y entró en la cafetería de la estación de servicio. Le apetecía una escudella o un caldito bien caliente, pero pidió un café solo y sin azúcar. El camarero, un tipo de aspecto ecuatoriano, se limitaba a dar respuestas monosilábicas a las preguntas intrascendentes del periodista. Para cuando le preguntó si ya le habían traído la prensa del día, el individuo había agotado los “noes” y con un movimiento lento y cansino, dejando reposar la barbilla sobre el esternón como si de un momento a otro fuera a quedarse dormido o a desnucarse, respondió sin articular palabra con una negativa gestual. Santiago pidió que le sirviera una lata de Coca-Cola y una bolsa de patatas fritas Lay,s en su punto de sal para que le bajase el café atragantado en el gaznate y pronto entendió que al fulano ese se le habían cansado extremadamente también los “síes” en sus labios sellados. Conjeturó entonces que la misma mano negra que le había llevado hasta ahí, tal vez moviese unos hilos invisibles en el cuerpo de aquel camarero que se comportaba como un títere y no se atrevió a preguntar a cuanto ascendía la consumición. Hizo un cálculo mental consultando la lista de precios que pudo leer en la carta que parecía haber llegado hasta él como deslizándose sola por la barra. Depositó el monto con diez céntimos de propina en el platito en el que le había servido las patatas fritas. Puso pies en polvorosa de allí como alma que lleva el mismo diablo.

Cuando llegó a Calldetenes decidió parar de nuevo. El reloj del móvil marcaba algo más de las cinco de la madrugada. Aquella tartana había alcanzado los ciento veinte por hora en un intento desesperado por purificar el pestilente hedor. Notaba envenenados los bronquios y el talante, ya de por si irascible en lo tocante a malos olores ambientales. Le cantaba, cual herniado, la potra, la mala por cierto, siempre solapada ahí como una sombra. Tal vez esta comisión extravagante y algo absurda le cambiaría la vida para bien, pero era más sensato pensar que, como siempre, acabaría siendo un fiasco. ¡Con un jefe como el suyo, con encarguitos como ése, ... ¡

Había consultado en Google que Calldetenes contaba con tres rutas dignas de visitar, pero Santiago sólo buscaba un paraje tranquilo donde estirar piernas, respirar aire puro, ordenar sus ideas, fumar un pitillo. Detuvo el coche en un camino que según un cartel conducía al “Molí del Pujol”, uno de los molinos más antiguos del municipio y punto de partida de la “Ruta dels molins”. Se estiró para desentumecer las piernas y brazos como un escolar después de un examen y en pleno bostezo le sorprendió la llegada de un hombre de mediana edad que portaba un botijo:

- ¿Qué? ¿Descabezando un sueñecito?...Usted no estaba aquí antes de que yo subiera por agua a la “Font de les Eres”.¿.Le hace un trago?
- Me hace. No sabe cuánto se lo agradezco. Creo que desde niño no cataba el agua de estos chismes.
- “Cànti”
- ¿Cómo?
- Botijo..... Usted no es de por aquí, ¿eh?
- No. Voy a Ripoll – mintió. Sabía que el rosario de mentiras se iniciaba en ese preciso instante.-
- ¿Negocios?
- Si. Soy comercial.
- Hay una crisis muy gorda. No se vende nada ahora.
- Botijos, ninguno, oiga.
- ¿Vende botijos?
- No, hombre, bromeaba. Soy comercial inmobiliario.
- ¿Casas? Eso se vende aún peor.
- Por eso estoy aquí. Para abrirme nuevos campos, nuevos horizontes – sentía cierta incomodidad con tantas mentiras –
- Usted es joven. No llegará la sangre al río. Crisis de éstas ya hemos vivido otras.
- No sé, no sé. Los botijos tocan a su fin.
- No el mío.
Ambos prorrumpieron una sonora carcajada. Santiago Paraíso pensó que tal vez el agua del botijo proviniera del pantano de Sau, pero no se atrevió a preguntar. Como si el hombre adivinase su pensamiento, exclamó:

- Esta agua tan rica de la mina de la Frontera no tiene precio.
- ¡Ya lo creo que no! Su botijo, su “cànti” tampoco.

Cuando el periodista se quedó solo, permaneció un instante extasiado contemplando como la silueta recortada de aquel buen hombre de Samaria se perdía en lontananza. Pensó que si él alguna vez caminase tanto como aquel señor ya no sería el mismo gandul de siempre. Ese caso improbable no llegaría nunca y menos porteando de aquí para allá un botijo lleno o vacío, igual le daba. Sacó del coche su cuaderno de notas, una especie de libro de bitácora donde apuntaba el rumbo que tomaban sus asuntos. Había creado una especie de claves, de signos algo peculiares y extraños que sólo entendía él. Como tenía talento para el dibujo y le apasionaban los gatos, había convenido, por ejemplo, que el dibujo de un gato tumbado con la cola replegada sobre sí significaba que la cosa marchaba bien, sin complicaciones, rodada. Un gato de pie sobre sus cuatro patas y la cola estirada simbolizaba cierto estado de alerta. Un gato estirándose como desperezándose de una larga siesta, ¡macho espabila!...En esta ocasión dibujó tres gatos, dos que se desperezaban y uno que parecía haber metido alguna de sus patas en un enchufe.Añadió la silueta de un tigre con listas azules en el lomo, obra del bolígrafo Bic que funcionaba mal, echando a los gatos un zarpazo inopinado en forma de borrón de tinta. El desaliento y el sueño se fundían y le sumían en una especie de sopor. Optó por tomar un comprimidos de Pridal y otro de Alapryl con un trago de agua mineral. ¡Lástima de rica agua fresca de botijo! Se quedó dormido en el asiento trasero. Durmió unas tres horas. Al despertar con el cuaderno abierto sobre su pecho, decidió que al llegar a destino arrojaría el ordenador al pantano y se compraría otro, algún día, cuando el tigre se quedase dormido.

Cuando llegó a Sant Romà de Sau, atolondrado por la medicación y empapado en sudor, le pareció ver que un termómetro digital de carretera marcaba treinta grados, pero tal vez fuese un espejismo. Una desilusión óptica la llamó. La sequía arruinaba el paisaje y su cuerpo temblaba de calor, se ciscaba de miedo. Miedo escénico lo bautizaba el vulgo. Síndrome de pánico su psiquiatra. El nudo que ataba corto la boca de su estómago parecía a punto de reventar, pero una vez más se armaría de valor. Estacionó en el aparcamiento habilitado y como el acceso al embalse estaba cortado para vehículos, contempló horrorizado las vallas metálicas evitando la entrada a la iglesia, casetas de información turística cerradas aún al público a esa buena hora mañanera, cintas de balizamiento policial impidiendo el paso en determinados puntos, un par de coches patrulla en el interior del recinto, cuatro mossos, un vigilante y un agente de guardia urbana de charleta distendida. Uno de los mossos era una moza con semblante de chicote aniñado. Santiago musitó, “Esta algún día tendrá bigote y yo seguiré pagando pensión, pasándolas putas”. No era momento oportuno de arrojar el ordenador al pantano. Se había documentado mucho en prensa, pero nada comparable al panorama que pintaba ante sí. El grupo se percató de su presencia. El vigilante se aproximó y le preguntó qué le traía por ahí:

- Simple curiosidad. Quería verlo antes de que acudan los turistas en tropel dentro de un rato, supongo.
- No se lo puede imaginar.
- Y usted que lo tendrá tan visto.
- Dieciséis horas seguidas tragando ábside y arcos lombardos.
- Se culturiza de paso....¿Puede recomendarme un hostal decente y barato.
- El Hotel La Riba en Vilanova, pero no sé si encontrara alojamiento. Esto está hasta arriba de curiosos y sólo nos faltaba una muerta que adornara cual guinda el pastel. Creo que lo mejor es que busque alojamiento en Vic.
- Gracias. Lo tendré en cuenta. ¿Era joven esa pobre infeliz?

El vigilante se aproximó y le preguntó qué le traía por ahí:

- Simple curiosidad. Quería verlo antes de que acudan los turistas en tropel dentro de un rato, supongo.
- No se lo puede imaginar.
- Y usted que lo tendrá tan visto.
- Dieciséis horas seguidas tragando ábside y arcos lombardos.
- Se culturiza de paso....¿Puede recomendarme un hostal decente y barato?
- El Hotel La Riba en Vilanova, pero no sé si encontrara alojamiento. Esto está hasta arriba de curiosos y sólo nos faltaba una muerta que adornara cual guinda el pastel. Creo que lo mejor es que busque alojamiento en Vic.
- Gracias. Lo tendré en cuenta. ¿Era joven esa pobre infeliz?

- Creo que lo que pueda leer en prensa le tendrá más al corriente de lo que le pueda decir yo o ésos, los mozos que no sueltan prenda.

- Pues rajar, rajan que da gusto.

- Ocupan el canal para despistar. Creo que aqui hay gato encerrado.

- En realidad poco me importa el gato. Lo mío son las inversiones inmobiliarias - fingir ya se le iba dando mejor - .

- Si sigue la sequía, con la iglesia a la intemperie y un fiambre en el campanario, resucita usted la cosa inmueble y a mi me dan crédito inmobiliario en yenes para afrontar mi hipoteca.

12 de junio de 2008

"Los cinco de Lidremo"

En aquella casa sólo quedaban cinco miembros. Los demás se fueron marchando poco a poco a lo largo de los años. Una familia extensa. Ahora cinco. Lo curioso de la circunstancia es que al quinteto no le unían lazos extrechos familiares. Mario era primo lejano de Sara. Sara era sobrina nieta de Inés. Inés, abuelastra de Pedro. A Pedro no les tocaba nada los demás. Luz había sido recogida de un canastillo abandonado en la parada del autobús que conducía a Lidremo y nunca la reclamó nadie, ni siquiera desapareció el canastillo que se fue mustiando en la parada hasta verse reducido como a hojas de un árbol cansado de ser padre de sus ramas. Finalmente aquellas hojas de paja y mimbre alguien las vió volar por el cielo limpio de una calurosa mañana de verano, pero ese alguien tampoco estaba allí para contarlo.
Los cinco miembros no se atrevían a preguntar por los demás. Temían que cualquier pregunta inoportuna avivase en alguno el deseo de marcharse, de abandonar la casa. Luz lloraba a veces a escondidas en su cuarto ante la sola idea de verse desamparada en el seno de aquella mansión que se iría descomponiendo y deshilachando como el canastillo que nadie quiso. Ella tuvo suerte. Inés la recogió cuando regresaba de comprar ovillos en Lidremo para tejer un jersey a Pedro. Cambió de opinión. Invirtió toda la lana en tejer ropita para aquella niña desnudita. Prendas de color azul marino. Sara le recriminaría siempre que cuando menos podía haber regresado a la aldea para cambiar los ovillos por otros de un color más apropiado para un recién nacido. Inés replicaba que poco importaba el color: "Lo importante es que esta niña ha encontrado una familia que va a cuidar de ella y la va a querer vista como vista". Inés no abandonó nunca más el caserío. Encargaba a los demás todo lo que pudiese precisar desde ovillos hasta especies para condimentar la comida. Inés se encargaba de las labores domésticas. Sara estaba en edad de estudiar y casi no colaboraba en las tareas de la casa. Mario trabajaba de fresador en la fábrica de Ourisco de sol a sol y cuando regresaba al caer la noche entregaba el sobre con la soldada diaria a Inés y sin mediar palabra se sentaba a la mesa a cenar las viandas sin abrir la boca. Luz se lo quedaba mirando curiosamente y se preguntaba cómo era posible comer sin masticar y permanecer callado sin decir una palabra nunca.
Pedro no permanecía ocioso un solo segundo. Siempre trajinando de aquí para allá. No se sentaba a la mesa a comer. Comía de pie con muchas ansias y prisas por terminar cuanto antes, como si aquello del yantar fuese un trámite absurdo por el que había que pasar raudo. No se le conocían indigestiones y tampoco quejas o desaires. Cumplía con los encargos de Sara e Inés sin chistar y jugaba con Luz por las tardes, le ayudaba a vestirse por la mañanas el uniforme y por las noches el pijama, la acompañaba a la escuela, la recogía después. Todo muy rutinario. Siempre la misma cosa. Luz sabía que en aquella casa la última palabra la tenía Inés y que los varones eran seres taciturnos, melancólicos, mudos como si fuesen tontos. Luz desconocía que significaban taciturno, melancólico y creció pensando que todos los tontos eran mudos o viceversa. Luz se limitaba a asimilar lo que oía, las sensatas palabras de Inés mezcladas con las insensatas de Sara, que eran como burradas muy gordas puestas en la boca de piñón de una muchacha muy bella, tan bella como un animal, le decía Pedro. Pedro sentía algo dentro de sí por Sara pero no podía llamarlo amor porque ellos se consideraban familia.

Un día Pedro trajo de correos una carta de Lidremo. En el remite Sara leyó que la enviaba Ricarda, una prima lejana de Mario. Aguardaron a que éste regresase por la noche y después de cenar, Sara la leyó para todos con Luz reclinada en su regazo. La carta hablaba de la intención de Ricarda de regresar a la casa. Explicaba unos extraños motivos que el quinteto no acertaba a descifrar. Pedro susurró al oído de Inés que lo dejase de su cuenta, que él se haría cargo. Los demás, intuyéndo sus palabras, respiraron aliviados. Pedro sabría lo que hacer y deshacer, como en pasadas ocasiones. ¡Maldita manía la de ésos, que habiéndose marchado en su día, ahora les daba por regresar, argumentando cosas peregrinas y sin motivo!¡Malditos, malditos!

Pasaron muchos años, tantos, que recomponer la historia de tantos huesos enterrados bajo suelo, en la era, cuando los cinco dueños y moradores del caserío ya hacía tiempo que no vivían, resultaba difícil. Pero un agente de Guardia Civil muy avezado, con paciencia infinita, consiguió trazar un árbol genealógico de los cadáveres desenterrados, para dejarlo en el cuartel en un dossier de los archivos, como una especie de memoria testamentaria. Lo hizo muy a su pesar, ya que era nieto de Luz, aquella niña que Inés adoptó y vistió con prendas de lana de color azul oscuro.

5 de junio de 2008

"El médico cubano"

Cuando llegaste a la tierra de los tsunamis, un maremoto agitado y violento de gentes de todos los lugares de la costa emprendía una huída resignada, pero arrebatada, como un torbellino de dolor, de marea humana perdida, desconsolada.

Tú siempre alcanzas la orilla, cuando los demás se van. Ya estás acostumbrado a contemplar paisajes desoladores y una concurrencia de muchedumbres caminando como un solo hombre buscando un destino incierto, incierto, sin norte. Ellos toman un rumbo juntos hacia ninguna parte y tú llegas al mismo sitio. Poco importa si antes fue al sur del planeta y ahora es al norte. Los lugares que pisas están fabricados del mismo material frágil. ¡Con qué facilidad es posible hacerlos pedazos, como si un dios energúmeno, furibundo, hubiese dado un golpe fabuloso sobre una maqueta de cartón piedra al enojarse poque alguien le sirvió la sopa fría!

Te preguntó tu padre al abandonar la isla que qué se te había perdido por esos rincones del planeta, si en la propia casa estaba todo por hacer. Tú le contestaste que la Revolución no había sido del todo un fracaso, en otros países se estaba aún peor, no habías estudiado Medicina para atender a jineteras cargadas de sífilis extranjera, gonorrea europea, ladillas españolas, chlamydia yanqui, no perdías ni un minuto de tu precioso tiempo en frivolidades ambulatorias, niños del Tercer Mundo morían cada hora, las catástrofes climáticas sometían a pueblos enteros a un obligado éxodo, las nefastas políticas económicas..."No sigas, hijo. Me convenciste antes de obtener una respuesta de tus labios. Esos labios tuyos que me dan miedo desde la cuna. Ese rictus de amargura precoz con el que naciste, te criaste, te hiciste un hombre de provecho. En una palabra, un hombre. Tú eres un hombre. Yo soy un pobre diablo." "Eres mi padre. Eso me basta. Dame tu bendición"

La bendición de tu padre y el recuerdo de una infancia féliz te han permitido viajar ligero de equipaje. La bolsa que te regaló un sacerdote español misionero en Ruanda guarda las cuatro pertenencias que te acompañan. Un par de camisas, un par de jerseys, algo de ropa interior, un par de pantalones vaqueros, una prenda de abrigo, un manual de medicina, una maleta botiquín que es tu más fiel aliada.

Ellos se van cuando tú llegas. A algunos los ves regresar, pero al poquito tú te vas a otro lugar. Crees recordar sus caras, sus miradas, sus ojos hundidos en las órbitas como las de un solo rostro. Aseguras que un puñado de almas funcionan como un sólo corazón, pero que un sólo corazón es incapaz de retener el alma. No crees en el individuo, pero salvas las vidas de la colectividad en éxodo, que no encuentra intermisión. Tú también vives en perpetuo éxodo de ti mismo, pero en la existencia de los demás encuentras el territorio de tu patria.

Me consta que eres casi el único médico cubano que no forma parte del ejército castrista de "batas blancas". Me consta que por tu labor no reciben en la isla los cinco mil dólares estipulados por cada galeno que presta servicios médicos a la causa revolucionaria. Me consta que no se entrenan furtivamente un puñado de militares cubanos en pago a tu "altruísta" misión. Me consta porque abandonaste la isla en patera, arribaste a Miami y desde entonces corres a cargo de tu vida por tu cuenta y riesgo. Donde vas no te preguntan casi nunca de donde vienes y a donde vas. Si te lo preguntan, miras a los ojos de tu interlocutor y respondes: "vengo de Guarico, soy venezolano, pero poco importa éso. ¿Dónde se me precisa?". A veces te limitas a encogerte de hombros y susurrar a media voz que eres ciudadano del mundo.