
El río de la muerte trae excrementos y nidos de simios, barcazas de cazadores de chimpancés acudiendo a Kinshasa para vender su carne o comerciar con ella, aguas de cristalino llanto negro de madres que han perdido a sus hijos por una extraña tuberculosis.
El río de la muerte transporta un jeroglífico de siglas Hache Dos O, Hache Dos O, Uve I Hache, Uve I Hache..Los niños escuchan el canto lúgubre de la luctuosa cascada. Los más espabilados entonan una canción infantil,
"Anata, venez voir les tortues qui dansent! Uve i Hache, Uve i Hache !"
Los cánticos infantiles acallan los gritos desesperados de los bonobos y gorilas capturados en las trampas-jaulas de alambre. Las escopetas negras son un furtivo sigilo en medio de la jungla y de la noche, que estampa de miedo los espíritus de los luba.
"Anata, venez voir les tortues qui dansent! Uve i Hache, Uve i Hache"
Los medicamentos prometidos no llegan el día y a la hora convenidos. Los hombres de la aldea se reúnen para decidir quienes se encargarán de adentrarse en la selva pantanosa para irlos a buscar. Se dirigen finalmente los más sanos, jóvenes y fuertes. El sacerdote de la misión es anciano, pero fuerte por su coraje. También les acompaña, guiándoles con rezos, salmos, cánticos místicos que hacen llorar a la comitiva. Hombres negros y un solo varón blanco. Los primeros derraman lágrimas cristalinas, tal vez contaminadas de las mismas siglas que contagian de mortal caudal al río y a sus gentes. El sacerdote hace tiempo que no llora. Se le secó el espíritu cuando el dolor le arrancó el alma, desollada como la piel simiesca, arrancada a tiras por los traficantes.
El capellán recuerda el día en que llegó a la aldea a finales de los cincuenta del pasado siglo. "El pasado siglo. El pasado siglo. Parece que fue ayer.." Gozoso y esperanzado, participaba en las campañas de vacunación oral contra la polio. " La vacuna contenía tejidos de chimpancé. ¡Oh Dios! Siguen negando la evidencia. Y ahora las mismas compañías farmaceúticas nos proporcionan medicamentos para remediar la pandemia por ellas provocada. Y estoy amenazado de muerte si hablo, si digo la verdad. Aunque cuente la verdad, no me creerán, me tomarán por loco. ¡Oh, Dios! La vacuna contra la polio contenía aquellos fatídicos tejidos. Consideran nuestra aldea principal foco de contagio y por eso nos niegan toda ayuda. Se demoran los medicamentos y si no nos acercamos a exigirlos, probablemente no llegasen nunca. Los venderían a precios desorbitados en el mercado negro. ¡Oh Dios mío, si no me ayudas a llevar esta pesada cruz, desfallezco. Soy un pobre anciano de casi ochenta años".
El viejo sacerdote un año más consigue llegar a la frontera, donde el río de la muerte se esconde en lontananza como una serpiente venenosa agazapada. Gracias a su intermediación consiguen los medicamentos gratuitos. Pero cuando la comitiva de hombres negros regresa a la aldea, el más alto y fuerte de todos ellos lleva en brazos el cuerpo inerte del sacerdote. Lo entierran - por deseo expreso del anciano clérigo - en el cementerio junto al sepulcro del "paciente cero", un hombre africano que murió en el cincuenta y nueve, y al que la ciencia considera el primer enfermo constatado de sida. El sacerdote suma probablemente "el paciente treinta millones o más".