
Siguieron días de cierta calma familiar, aunque en el inmueble las cosas transcurrían
por los cauces habituales, a saber, bebés y niños que lloraban, palizas del maltratador a su mujer, la música estridente del vecino metálico.
El incidente de la señora con sombrero y perrito tal vez fuese una señal premonitoria de algo extraordinario que sucedería unos tres o cuatro días después. Papá se presentó en casa con una mujer rumana de unos cuarenta años bastante mal llevados. No nos pareció muy agraciada, pero pronto se ganó nuestra confianza por su discreción; nuestro afecto, por una simpatía natural y buena disposición que la hacía sonreír por todo. No se parecía físicamente a nuestra madre, pero algo nos recordaba a ella. Su ternura innata quizás. Se llamaba Simona Mirela. “Salut” exclamaba cada vez que papá le presentaba a uno de nosotros, acompañando el tímido saludo con una ligera inclinación de su larguísima melena recogida en un moño.
“Multumesc” “Da” “Un” “Nu înteleg”. Papá nos explicó que a ella le gustaba que la
llamasen Mirela, eludiendo Simona. No soltaban de la boca “Te iubesc”, prodigándose
mutuamente carantoñas, besuqueos, pellizcos. Carlitos luego lo repetía imitándolos y
Chencho le devolvía los arrumacos en forma de collejas.
Mirela cocinaba casi tan bien como nuestra madre, pero llegaba a nuestra casa muy cansada de ejercer de asistenta en distintos domicilios y se desentendía de las labores higiénicas. Sobre las ocho de la tarde regresaba. Dejaba sus zapatos en el zaguán; entraba en la habitación de nuestro padre, se cambiaba la ropa de calle por una bata floreada holgada como un saco y muy escotada. Carlitos una vez le hurgó en los cajones de la cómoda y pudo averiguar que gastaba una talla 135 de sujetador. Desde ese día, los pequeños se los ponían en bandolera y a modo de antifaz en ausencia de ella y de mi padre. Entraba en la cocina y durante dos horas guisaba todo tipo de platos exquisitos. A los pequeños les encantaban las “Militei”, un tipo de salchichas pequeñas asadas y condimentadas con hierbas. A los mayores nos deleitaba con “kashkaval” – queso de oveja empanado - y “Sarmale” – carne picada envuelta en hojas de col – Consiguió dominar los guisos españoles y nos encantaban sus tortillas de patatas. Los domingos por la tarde nos cautivaba el paladar con unos “clatitet” servidos con chocolate caliente, mermelada y flameados con vodka. La botella de vodka acompañaba nuestras meriendas y en especial mi padre y ella precisaban de nuestra ayuda para levantarlos de las sillas del comedor. Los acompañábamos hasta la cama. Simona pesaba una tonelada. En estado ebrio quería que la llamásemos Simona. Profería lo que parecían insultos en rumano.: “Ia-o pe curva aia de ma-ta si duceti-va sa beliti pula la urs ca va plateste tata biletul de autobús” Consultamos en internet un posible significado: “Coge a esa puta de tu madre y ve a masturbar a un oso, mi padre pagará el tique del bús” Nos hizo tanta gracia que pronto lo memorizamos en rumano y en castellano, maldiciendo en uno u otro idioma a nuestro antojo y propia conveniencia.
Dormían hasta las siete de la mañana de los lunes, abrazados como osos colmeneros después de un atracón de miel. No les veíamos partir juntos al trabajo. Papá había conseguido empleo como porteador de una extraña empresa de mensajería. El caso es que nuestro nivel de vida había mejorado bastante. Chencho hacía algunos meses que también trabajaba de mozo de almacén en una empresa de logística. Gerardo se matriculó en la facultad de Psicología de la UNED y encontró un puesto de conserje y portero en turno de noche de una finca muy señorial en una urbanización de lujo. Aseguraba que podía estudiar toda la noche, porque su labor consistía en permanecer despierto en una especie de garita interior oteando las salidas y entradas de los inquilinos, normalmente tranquilos en sus respectivas casas, salvo los viernes y sábados.
Aseguraba haber visto a la dama con turbante y sombrerito de piel, sacando por las noches y a primera hora de la mañana a su perrito Shih Tzu. Nos contó que era una mujer madura bellísima con piel blanquísima de tal tersura satinada que le entraban unas ganas locas de besarla, poseerla. Sonreía un hilo de cuatro perlas al pasar por la garita y pronunciaba un “buenas noches” con acento portugués educadísimo. Gerardo se enamoró de este animal elegante.