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El reloj de arena se rompió. La joven recogió con la escoba la arena fina de las ampolletas rotas y la vertió en una botella bordelesa, que arrojó al mar con una nota que rezaba, " Quien encuentre este mensaje en la botella, tome el contenido y devuelva el casco
21 de julio de 2008
16 de julio de 2008
"Proyecto novela comunitaria Cap IV. Aventuras y desventuras de Santiago Paraíso"
Consiguió una habitación de hotel porque en ese preciso instante la dejaba disponible un tipo que parecía un profesor de arqueología jubilado. Aguardaba a que el recepcionista le cobrase la estancia. Entre tanto escogía un surtido de postales del lugar, - casi todas de la iglesia parroquial, captada desde el muro de tramontana, sumergida o emergente dependiendo del momento en que fue tomada la foto – tres o cuatro de cada. Paraíso se impacientaba. Le ponían nervioso ese tipo de esperas. El hombre comentó en una especie de murmullo como si hablase para sí, que el aparejo constructivo de piedra le cautivaba menos que el de cantos de río y que lamentaba que no hubiese postales orientadas hacia poniente que permitiesen contemplar al ducho o al profano la ventana tapiada de la iglesia. En ese momento el periodista se percató de que eran cada vez más las personas que hablaban consigo mismas. Demencia colectiva, soledad o sencillamente los tiempos cambiaban. Las charlas que mantenía con su primo por el móvil paliaban de alguna manera el déficit de comunicación social. No obstante reconocía que en aquel lugar del mundo la gente se mostraba muy abierta, gentil y colaboradora. Nada que ver con las personas de su entorno laboral. Aquel viaje se estaba convirtiendo en un crucero de placer. Había conversado más en ese corto espacio temporal desde que salió de Zaragoza que en las últimos días en la oficina rodeado de gañanes, unos crispados, otros herméticos. El arqueólogo pagó la cuenta. Cuando Santiago entré en la habitación asignada le llegó un olor como de catacumbas abiertas, cántaros y ánforas rotas.
Llamó a su padre. Se había acostumbrado a repetirle las cosas como si fuese la primera vez que se las contase. La desmemoria de los ancianos es cándida, la de los niños perversa, se decía, queriendo justificar la memoria del olvido como una espuma de los días diluyéndose en el pasado.
- ¿Como te va, mente curiosa? ¿Has descubierto el móvil del crimen? ¿Qué tiempo hace en Santander?
- Padre, no he ido a Santander, ¿recuerdas?. Acabo de aterrizar en un pueblo precioso, Vilanova de Sau. Hace un calor de mil demonios y la sequía se ceba aquí tanto como en Zaragoza.
- Tampoco llueve por ahí. ¡Lástima!
- Llueven enigmas.
- Descífralos. Tú puedes.
- Eso intento, padre. ¿Te han llamado los niños?
- Sí, pero tu mujer me detesta.
- No te detesta a ti. Me aborrece a mi. Me consta que a ti te aprecia mucho. Pasa página.
- Si ella estuviese de tu parte lloverían chuzos de punta.
- Cuídate papá. Tómate la medicación. Ya sabes, repasa de vez en cuando la nota que te dejé.
- Tu hermano dejó una nota, pero sólo recuerdo las vistas desde el acantilado.
- Te dejo, tengo que ponerme a trabajar. Me espera un día muy intenso.
- Siempre tuviste una mente curiosa. Siempre me dije que te llevaría lejos...En Santander puede que haya acantilados preciosos.
- Sí, padre, los hay.
Dedicó unas tres horas a leer la prensa que había conseguido reunir. De la Vanguardia subrayó “Agentes de Mossos de Esquadra intensifican la vigilancia y las medidas de seguridad en San Román de Sau. Informa Europa Press que el secreto de sumario no permite hacer mayores declaraciones al Comisario que fue consultado.” De El País Cataluña destacó con un rotulador naranja que “al atractivo turístico de las viejas ruinas del antiguo pueblo de San Román de Sau al descubierto, anegado por las aguas hace cuarenta y dos años, hay que unir las medidas extraordinarias y cautelares que han adoptado el Ayuntamiento, Mossos de Esquadra de Vic y la Agencia Catalana del Agua en un esfuerzo por conciliar los intereses turísticos con los de investigación policial judicial. Se han suprimido algunos de los aparcamientos que habían sido habilitados el pasado siete de octubre ( de dos mil cinco). Siguen cortados los accesos al embalse. Se amplía el perímetro de vallas que impiden el acceso a la iglesia. Junto al punto de información turística se ha instalado una dotación ambulante de Mossos de Esquadra que colabora estrechamente con Guardia Civil y Cuerpo Nacional de Policía en la investigación del suceso que podría cobrar trascendencia internacional, según fuentes no citadas”. Paraíso barrunta que tal vez Eduardo esté en lo cierto. "Fuentes no citadas, fuentes no citadas. ¿Quién es el informante, quién el confidente?"
“No te mojes la barriga” porfiaba Torres. Significaba en realidad, “mójate y ahógate si es preciso en ese maldito pantano. No vengas con las manos vacías”. Pasaba de él, pero en esta ocasión quería emplearse a fondo, bucear en la ciénaga de aquel paraje seco y pedregoso como un desierto, en el que ni los muertos resinaban una gota de sangre. La prensa local aportaba un dato que no mencionaban los más prestigiosos periódicos: el tatuaje que lucía en su vientre, “la hija del viento”, en caracteres árabes. ¿Un error de traducción del informador local? ¿una casualidad? ¿ una perla más enhebrada en el hilo de un discurso sin punto de retorno? Donde todos decían “hijo”, aquel tipo, un tal Isidro Dexeus, escribía “hija del viento” ¿irresponsable? ¿incauto? ¿una provocación alevosa por parte de un aspirante a periodista incauto o demasiado astuto? “No te mojes la barriga, Paraíso” Presentía que el agua podía llegarle hasta el cuello y la sequía tocar fondo. “Asume un nuevo reto personal” le aconsejaba su padre desde la cordura que procura una demencia senil precoz. “No se puede nadar y guardar la ropa” le había enviado un mensaje al móvil su primo desde Tarifa, donde practicaba suf manteniendo el equilibrio sobre la cresta de una ola italiana. "Hijo". "Hija del viento". Escrito en árabe. La versión local aportaba una nueva pista.
Lo localizó, tal como le previno aquella voz sedosa de mujer gatuna al otro lado del aparato, recostado en el tronco de un olmo, a la sombra, según le había leído hacía unos días a Saramago, del árbol con menos poderes sobrenaturales que existe sobre la faz la tierra. Llevaba prendida en la oreja una colilla de cigarrillo y Santiago recordó también aquellos pasajeros de un vuelo en el primer capítulo de "Laberinto de las Aceitunas" que por mímesis se pusieron todos, las colillas apagadas en la ternilla del oído, cual pintor que se coloca el pincel ahí, a la espera de que le llueva la inspiración de alguna parte. A Paraíso le pareció ver sentados junto aquel tipo a Mendoza y Saramago. Le sonreían jocosos. Puro espejismo. Se acostumbraba a que aquel paraje inhóspito le prodigase ilusiones ópticas sin sentido. Bromas del absurdo. Sequía, amiga de bullangas. Isidro Dexeus escuchaba una canción de Madonna a todo meter. La colilla le bailaba en la oreja y Paraíso albergó el prejuicio de que si alguien se deja acribillar los tímpanos a la hora de la siesta de aquella manera es persona no demasiado cabal. Con estas precauciones y otras largas de referir, se aproximó al periodista local:
- Bona tarda. Busco a Isidro Dexeus.
- Ya sabes que soy yo.
- Es obvio. Este olmo viejo es el árbol más destacado y usted es el único periodista local, según tengo entendido.
- Estos días somos muchos husmeando en la misma olla podrida.
- Escribió "Hija del viento". Los demás periódicos mencionan otra leyenda en el tatuaje de...
- ¡No pronuncie su nombre!...¡Hija del viento, hija de su padre, qué más da!
- ¿Se lo inventó?
- Todos los periodistas fabulan entre la verosimilitud y la blasfemia. Es la profesión más infame en los tiempos que corren.
- ¿Le importaría bajar el volumen del aparato?
- ¡Lárgate!
- Tenga mi número de teléfono móvil. Si se le ocurre alguna respuesta más cercana a lo verosímil que a la blasfemia, le agradecería que me lo hiciese saber.
Dexeus convirtió en un ovillo la nota y la tiró por encima del hombro. Subió el volumen del aparato hasta convertir la voz la voz de Madonna en un guirigay de barítonos desafinados. Paraíso ni se inmutó. Decidió esperar.
Llamó a su padre. Se había acostumbrado a repetirle las cosas como si fuese la primera vez que se las contase. La desmemoria de los ancianos es cándida, la de los niños perversa, se decía, queriendo justificar la memoria del olvido como una espuma de los días diluyéndose en el pasado.
- ¿Como te va, mente curiosa? ¿Has descubierto el móvil del crimen? ¿Qué tiempo hace en Santander?
- Padre, no he ido a Santander, ¿recuerdas?. Acabo de aterrizar en un pueblo precioso, Vilanova de Sau. Hace un calor de mil demonios y la sequía se ceba aquí tanto como en Zaragoza.
- Tampoco llueve por ahí. ¡Lástima!
- Llueven enigmas.
- Descífralos. Tú puedes.
- Eso intento, padre. ¿Te han llamado los niños?
- Sí, pero tu mujer me detesta.
- No te detesta a ti. Me aborrece a mi. Me consta que a ti te aprecia mucho. Pasa página.
- Si ella estuviese de tu parte lloverían chuzos de punta.
- Cuídate papá. Tómate la medicación. Ya sabes, repasa de vez en cuando la nota que te dejé.
- Tu hermano dejó una nota, pero sólo recuerdo las vistas desde el acantilado.
- Te dejo, tengo que ponerme a trabajar. Me espera un día muy intenso.
- Siempre tuviste una mente curiosa. Siempre me dije que te llevaría lejos...En Santander puede que haya acantilados preciosos.
- Sí, padre, los hay.
Dedicó unas tres horas a leer la prensa que había conseguido reunir. De la Vanguardia subrayó “Agentes de Mossos de Esquadra intensifican la vigilancia y las medidas de seguridad en San Román de Sau. Informa Europa Press que el secreto de sumario no permite hacer mayores declaraciones al Comisario que fue consultado.” De El País Cataluña destacó con un rotulador naranja que “al atractivo turístico de las viejas ruinas del antiguo pueblo de San Román de Sau al descubierto, anegado por las aguas hace cuarenta y dos años, hay que unir las medidas extraordinarias y cautelares que han adoptado el Ayuntamiento, Mossos de Esquadra de Vic y la Agencia Catalana del Agua en un esfuerzo por conciliar los intereses turísticos con los de investigación policial judicial. Se han suprimido algunos de los aparcamientos que habían sido habilitados el pasado siete de octubre ( de dos mil cinco). Siguen cortados los accesos al embalse. Se amplía el perímetro de vallas que impiden el acceso a la iglesia. Junto al punto de información turística se ha instalado una dotación ambulante de Mossos de Esquadra que colabora estrechamente con Guardia Civil y Cuerpo Nacional de Policía en la investigación del suceso que podría cobrar trascendencia internacional, según fuentes no citadas”. Paraíso barrunta que tal vez Eduardo esté en lo cierto. "Fuentes no citadas, fuentes no citadas. ¿Quién es el informante, quién el confidente?"
“No te mojes la barriga” porfiaba Torres. Significaba en realidad, “mójate y ahógate si es preciso en ese maldito pantano. No vengas con las manos vacías”. Pasaba de él, pero en esta ocasión quería emplearse a fondo, bucear en la ciénaga de aquel paraje seco y pedregoso como un desierto, en el que ni los muertos resinaban una gota de sangre. La prensa local aportaba un dato que no mencionaban los más prestigiosos periódicos: el tatuaje que lucía en su vientre, “la hija del viento”, en caracteres árabes. ¿Un error de traducción del informador local? ¿una casualidad? ¿ una perla más enhebrada en el hilo de un discurso sin punto de retorno? Donde todos decían “hijo”, aquel tipo, un tal Isidro Dexeus, escribía “hija del viento” ¿irresponsable? ¿incauto? ¿una provocación alevosa por parte de un aspirante a periodista incauto o demasiado astuto? “No te mojes la barriga, Paraíso” Presentía que el agua podía llegarle hasta el cuello y la sequía tocar fondo. “Asume un nuevo reto personal” le aconsejaba su padre desde la cordura que procura una demencia senil precoz. “No se puede nadar y guardar la ropa” le había enviado un mensaje al móvil su primo desde Tarifa, donde practicaba suf manteniendo el equilibrio sobre la cresta de una ola italiana. "Hijo". "Hija del viento". Escrito en árabe. La versión local aportaba una nueva pista.
Lo localizó, tal como le previno aquella voz sedosa de mujer gatuna al otro lado del aparato, recostado en el tronco de un olmo, a la sombra, según le había leído hacía unos días a Saramago, del árbol con menos poderes sobrenaturales que existe sobre la faz la tierra. Llevaba prendida en la oreja una colilla de cigarrillo y Santiago recordó también aquellos pasajeros de un vuelo en el primer capítulo de "Laberinto de las Aceitunas" que por mímesis se pusieron todos, las colillas apagadas en la ternilla del oído, cual pintor que se coloca el pincel ahí, a la espera de que le llueva la inspiración de alguna parte. A Paraíso le pareció ver sentados junto aquel tipo a Mendoza y Saramago. Le sonreían jocosos. Puro espejismo. Se acostumbraba a que aquel paraje inhóspito le prodigase ilusiones ópticas sin sentido. Bromas del absurdo. Sequía, amiga de bullangas. Isidro Dexeus escuchaba una canción de Madonna a todo meter. La colilla le bailaba en la oreja y Paraíso albergó el prejuicio de que si alguien se deja acribillar los tímpanos a la hora de la siesta de aquella manera es persona no demasiado cabal. Con estas precauciones y otras largas de referir, se aproximó al periodista local:
- Bona tarda. Busco a Isidro Dexeus.
- Ya sabes que soy yo.
- Es obvio. Este olmo viejo es el árbol más destacado y usted es el único periodista local, según tengo entendido.
- Estos días somos muchos husmeando en la misma olla podrida.
- Escribió "Hija del viento". Los demás periódicos mencionan otra leyenda en el tatuaje de...
- ¡No pronuncie su nombre!...¡Hija del viento, hija de su padre, qué más da!
- ¿Se lo inventó?
- Todos los periodistas fabulan entre la verosimilitud y la blasfemia. Es la profesión más infame en los tiempos que corren.
- ¿Le importaría bajar el volumen del aparato?
- ¡Lárgate!
- Tenga mi número de teléfono móvil. Si se le ocurre alguna respuesta más cercana a lo verosímil que a la blasfemia, le agradecería que me lo hiciese saber.
Dexeus convirtió en un ovillo la nota y la tiró por encima del hombro. Subió el volumen del aparato hasta convertir la voz la voz de Madonna en un guirigay de barítonos desafinados. Paraíso ni se inmutó. Decidió esperar.
15 de julio de 2008


" Flora Tristán, Paul Gauguin y Los Mares del Sur "
Tu abuela, Paul, no conoció Los Mares del Sur. Por no conocer, tampoco conoció a su padre. Dicho estrictamente tu bisabuelo no la reconoció como legítima hija porque era un coronel arrogante peruano arequipeño de la armada española con muy malas pulgas xenófobas. Pero Simón Bolívar frecuentó su casa, chínchate, Paul. Y después de eso el gran salto en pértiga de la riqueza a la pobreza. Entonces tu abuela con sólo diecisiete años ingresó en un taller de litografía y pensando medrar su fortuna y reputación se casó con su jefe, el dueño de la empresa, tu abuelo. Tu abuelo, querido, fue un maltratador de tomo y lomo. No contento con repartir hostias, golpes, bofetadas, puñadas a tu abuelita, le disparó en plena calle y la dejó muy maltrecha para los restos. No obstante se lió la manta a la cabeza y regresó al terruño natal para reclamarle al tío Pío Tristán la herencia paterna y no le fue mal la cosa porque no lo logró, pero le asignó una pensión mensual. Toda aquella aventura parental la contó en "Peregrinaciones de una paria". Tu abuela, Paul, ya tenía conciencia de clase, de clase desfavorecida, me refiero, por los cuatro costados, los cuatro puntos cardinales de la dinámica vital: rechazada por su condición indígena, rechazada por ilegítima, por mujer, por trabajadora.
Tu abuela, Paul, vivió poco. El tifus se la llevó entre postraciones y delirios, entre soflamas subversivas, panfletos incendiarios. Una llamarada se prendió en su lecho cual antorcha que ilumina la posteridad. Tu paleta colorida alberga la intensidad de su color. Contemplo tus cuadros, Paul y me viene a la imaginación la pequeña estampa de Flora Tristán embarcándose en una larga travesía hacia los Mares del Sur con la única finalidad de tu encuentro.
13 de junio de 2008
proyecto de novela comunitaria CAP I, II, III .- "Las aventuras y desventuras de Santiago Paraíso"
Santiago Paraíso, periodista del diario digital www.especi@senpeligro.es , durante años columnista de la crónica de sucesos del periódico gratuito Metro, recibió el encargo de acercarse por aquel pueblo que despertaba tanta expectación mediática. El jefe de redacción, Eduardo Torres, le había encomendado este trabajo, un poco por sacudírselo de encima, en parte por celos profesionales, más bien por no ir él mismo. La amaxofobia le complicaba la vida hasta esos extremos. Recorrer trescientos kilómetros de ida y otros tantos de vuelta entre sudores, escalofríos, inseguridades no le compensaba ya nada. El periódico escatimaba en gastos. Pernoctar en hoteles de mala muerte. Engullir esos menús carentes de atractivo gastronómico. Detenerse cada treinta kilómetros para tomar aire, recuperar su ser, repostar diésel a precio de caviar. No seducir ni a la dependienta medio lela de la Estación de Servicio. Demasiados inconvenientes. Una sola ventaja: perder de vista a la parienta y los niños unos días:
- Toma las llaves de mi coche. Si quieres compañía, te puedes llevar a mi mujer, los niños, el perro y el mando de la tele de la cocina.
Santiago detestaba esos chascarrillos estúpidos de Torres, su cara de verraco, la verruga negra que articulaba sus labios en una de sus comisuras. Accedió un poco por complacer a su padre que le animaba a probar nuevos retos, en parte por romper la rutina, más bien por perder de vista a Eduardo.
Las dietas no le alcanzaban ni para pipas, pero el joven periodista partió a las dos de la noche en el coche del jefe de redacción cuyo interior hedía a orines de perro, papilla y pañales de bebé, laca de uñas, de pelo, perfume barato, una mezcolanza de olores que le estuvieron mortificando las primeras dos horas de trayecto. Torres le había aconsejado que ocultase su identidad, que de entrada no fuese largando por ahí su cometido, que convenía cierta discreción. Dicho esto por el ser más indiscreto del planeta, sonaba a chufla, no obstante a Santiago le sorprendía que por una vez en sus vidas ambos coincidiesen en un mismo parecer. La dificultad estribaba ahora en inventar una excusa, un camelo que resultasen convincentes a las gentes del pueblo. Santiago, espécimen de ciudad, se perdía en el ambiente rural. Si el caso no cobraba consistencia en tres o cuatro días, tiraría la toalla, regresaría a la redacción con el depósito del coche vacío, pero la tapicería limpia y el interior ventilado. Dejaría las cuatro ventanillas abiertas durante su estancia allí. Los pueblos seguían teniendo pública voz y fama de tranquilos. Si algún cretino robaba aquella cochambre, él tendría que vérselas con Torres, pero ya estaba acostumbrado a soportar sus diatribas.
Por una distracción – le vencía el sueño – no sabe bien por qué, llegó a la gasolinera de La Panadella en Montmaneu, cruce de carreteras que de alguna manera había perdido su antiguo fulgor como uno de los paradores más concurridos del territorio nacional, desde que se inauguró la variante de la A-2, como si una mano negra le hubiese guiado hasta allí por alguna causa que se le escapaba. Repostó diez euros de combustible y entró en la cafetería de la estación de servicio. Le apetecía una escudella o un caldito bien caliente, pero pidió un café solo y sin azúcar. El camarero, un tipo de aspecto ecuatoriano, se limitaba a dar respuestas monosilábicas a las preguntas intrascendentes del periodista. Para cuando le preguntó si ya le habían traído la prensa del día, el individuo había agotado los “noes” y con un movimiento lento y cansino, dejando reposar la barbilla sobre el esternón como si de un momento a otro fuera a quedarse dormido o a desnucarse, respondió sin articular palabra con una negativa gestual. Santiago pidió que le sirviera una lata de Coca-Cola y una bolsa de patatas fritas Lay,s en su punto de sal para que le bajase el café atragantado en el gaznate y pronto entendió que al fulano ese se le habían cansado extremadamente también los “síes” en sus labios sellados. Conjeturó entonces que la misma mano negra que le había llevado hasta ahí, tal vez moviese unos hilos invisibles en el cuerpo de aquel camarero que se comportaba como un títere y no se atrevió a preguntar a cuanto ascendía la consumición. Hizo un cálculo mental consultando la lista de precios que pudo leer en la carta que parecía haber llegado hasta él como deslizándose sola por la barra. Depositó el monto con diez céntimos de propina en el platito en el que le había servido las patatas fritas. Puso pies en polvorosa de allí como alma que lleva el mismo diablo.
Cuando llegó a Calldetenes decidió parar de nuevo. El reloj del móvil marcaba algo más de las cinco de la madrugada. Aquella tartana había alcanzado los ciento veinte por hora en un intento desesperado por purificar el pestilente hedor. Notaba envenenados los bronquios y el talante, ya de por si irascible en lo tocante a malos olores ambientales. Le cantaba, cual herniado, la potra, la mala por cierto, siempre solapada ahí como una sombra. Tal vez esta comisión extravagante y algo absurda le cambiaría la vida para bien, pero era más sensato pensar que, como siempre, acabaría siendo un fiasco. ¡Con un jefe como el suyo, con encarguitos como ése, ... ¡
Había consultado en Google que Calldetenes contaba con tres rutas dignas de visitar, pero Santiago sólo buscaba un paraje tranquilo donde estirar piernas, respirar aire puro, ordenar sus ideas, fumar un pitillo. Detuvo el coche en un camino que según un cartel conducía al “Molí del Pujol”, uno de los molinos más antiguos del municipio y punto de partida de la “Ruta dels molins”. Se estiró para desentumecer las piernas y brazos como un escolar después de un examen y en pleno bostezo le sorprendió la llegada de un hombre de mediana edad que portaba un botijo:
- ¿Qué? ¿Descabezando un sueñecito?...Usted no estaba aquí antes de que yo subiera por agua a la “Font de les Eres”.¿.Le hace un trago?
- Me hace. No sabe cuánto se lo agradezco. Creo que desde niño no cataba el agua de estos chismes.
- “Cànti”
- ¿Cómo?
- Botijo..... Usted no es de por aquí, ¿eh?
- No. Voy a Ripoll – mintió. Sabía que el rosario de mentiras se iniciaba en ese preciso instante.-
- ¿Negocios?
- Si. Soy comercial.
- Hay una crisis muy gorda. No se vende nada ahora.
- Botijos, ninguno, oiga.
- ¿Vende botijos?
- No, hombre, bromeaba. Soy comercial inmobiliario.
- ¿Casas? Eso se vende aún peor.
- Por eso estoy aquí. Para abrirme nuevos campos, nuevos horizontes – sentía cierta incomodidad con tantas mentiras –
- Usted es joven. No llegará la sangre al río. Crisis de éstas ya hemos vivido otras.
- No sé, no sé. Los botijos tocan a su fin.
- No el mío.
Ambos prorrumpieron una sonora carcajada. Santiago Paraíso pensó que tal vez el agua del botijo proviniera del pantano de Sau, pero no se atrevió a preguntar. Como si el hombre adivinase su pensamiento, exclamó:
- Esta agua tan rica de la mina de la Frontera no tiene precio.
- ¡Ya lo creo que no! Su botijo, su “cànti” tampoco.
Cuando el periodista se quedó solo, permaneció un instante extasiado contemplando como la silueta recortada de aquel buen hombre de Samaria se perdía en lontananza. Pensó que si él alguna vez caminase tanto como aquel señor ya no sería el mismo gandul de siempre. Ese caso improbable no llegaría nunca y menos porteando de aquí para allá un botijo lleno o vacío, igual le daba. Sacó del coche su cuaderno de notas, una especie de libro de bitácora donde apuntaba el rumbo que tomaban sus asuntos. Había creado una especie de claves, de signos algo peculiares y extraños que sólo entendía él. Como tenía talento para el dibujo y le apasionaban los gatos, había convenido, por ejemplo, que el dibujo de un gato tumbado con la cola replegada sobre sí significaba que la cosa marchaba bien, sin complicaciones, rodada. Un gato de pie sobre sus cuatro patas y la cola estirada simbolizaba cierto estado de alerta. Un gato estirándose como desperezándose de una larga siesta, ¡macho espabila!...En esta ocasión dibujó tres gatos, dos que se desperezaban y uno que parecía haber metido alguna de sus patas en un enchufe.Añadió la silueta de un tigre con listas azules en el lomo, obra del bolígrafo Bic que funcionaba mal, echando a los gatos un zarpazo inopinado en forma de borrón de tinta. El desaliento y el sueño se fundían y le sumían en una especie de sopor. Optó por tomar un comprimidos de Pridal y otro de Alapryl con un trago de agua mineral. ¡Lástima de rica agua fresca de botijo! Se quedó dormido en el asiento trasero. Durmió unas tres horas. Al despertar con el cuaderno abierto sobre su pecho, decidió que al llegar a destino arrojaría el ordenador al pantano y se compraría otro, algún día, cuando el tigre se quedase dormido.
Cuando llegó a Sant Romà de Sau, atolondrado por la medicación y empapado en sudor, le pareció ver que un termómetro digital de carretera marcaba treinta grados, pero tal vez fuese un espejismo. Una desilusión óptica la llamó. La sequía arruinaba el paisaje y su cuerpo temblaba de calor, se ciscaba de miedo. Miedo escénico lo bautizaba el vulgo. Síndrome de pánico su psiquiatra. El nudo que ataba corto la boca de su estómago parecía a punto de reventar, pero una vez más se armaría de valor. Estacionó en el aparcamiento habilitado y como el acceso al embalse estaba cortado para vehículos, contempló horrorizado las vallas metálicas evitando la entrada a la iglesia, casetas de información turística cerradas aún al público a esa buena hora mañanera, cintas de balizamiento policial impidiendo el paso en determinados puntos, un par de coches patrulla en el interior del recinto, cuatro mossos, un vigilante y un agente de guardia urbana de charleta distendida. Uno de los mossos era una moza con semblante de chicote aniñado. Santiago musitó, “Esta algún día tendrá bigote y yo seguiré pagando pensión, pasándolas putas”. No era momento oportuno de arrojar el ordenador al pantano. Se había documentado mucho en prensa, pero nada comparable al panorama que pintaba ante sí. El grupo se percató de su presencia. El vigilante se aproximó y le preguntó qué le traía por ahí:
- Simple curiosidad. Quería verlo antes de que acudan los turistas en tropel dentro de un rato, supongo.
- No se lo puede imaginar.
- Y usted que lo tendrá tan visto.
- Dieciséis horas seguidas tragando ábside y arcos lombardos.
- Se culturiza de paso....¿Puede recomendarme un hostal decente y barato.
- El Hotel La Riba en Vilanova, pero no sé si encontrara alojamiento. Esto está hasta arriba de curiosos y sólo nos faltaba una muerta que adornara cual guinda el pastel. Creo que lo mejor es que busque alojamiento en Vic.
- Gracias. Lo tendré en cuenta. ¿Era joven esa pobre infeliz?
El vigilante se aproximó y le preguntó qué le traía por ahí:
- Simple curiosidad. Quería verlo antes de que acudan los turistas en tropel dentro de un rato, supongo.
- No se lo puede imaginar.
- Y usted que lo tendrá tan visto.
- Dieciséis horas seguidas tragando ábside y arcos lombardos.
- Se culturiza de paso....¿Puede recomendarme un hostal decente y barato?
- El Hotel La Riba en Vilanova, pero no sé si encontrara alojamiento. Esto está hasta arriba de curiosos y sólo nos faltaba una muerta que adornara cual guinda el pastel. Creo que lo mejor es que busque alojamiento en Vic.
- Gracias. Lo tendré en cuenta. ¿Era joven esa pobre infeliz?
- Creo que lo que pueda leer en prensa le tendrá más al corriente de lo que le pueda decir yo o ésos, los mozos que no sueltan prenda.
- Pues rajar, rajan que da gusto.
- Ocupan el canal para despistar. Creo que aqui hay gato encerrado.
- En realidad poco me importa el gato. Lo mío son las inversiones inmobiliarias - fingir ya se le iba dando mejor - .
- Si sigue la sequía, con la iglesia a la intemperie y un fiambre en el campanario, resucita usted la cosa inmueble y a mi me dan crédito inmobiliario en yenes para afrontar mi hipoteca.
- Toma las llaves de mi coche. Si quieres compañía, te puedes llevar a mi mujer, los niños, el perro y el mando de la tele de la cocina.
Santiago detestaba esos chascarrillos estúpidos de Torres, su cara de verraco, la verruga negra que articulaba sus labios en una de sus comisuras. Accedió un poco por complacer a su padre que le animaba a probar nuevos retos, en parte por romper la rutina, más bien por perder de vista a Eduardo.
Las dietas no le alcanzaban ni para pipas, pero el joven periodista partió a las dos de la noche en el coche del jefe de redacción cuyo interior hedía a orines de perro, papilla y pañales de bebé, laca de uñas, de pelo, perfume barato, una mezcolanza de olores que le estuvieron mortificando las primeras dos horas de trayecto. Torres le había aconsejado que ocultase su identidad, que de entrada no fuese largando por ahí su cometido, que convenía cierta discreción. Dicho esto por el ser más indiscreto del planeta, sonaba a chufla, no obstante a Santiago le sorprendía que por una vez en sus vidas ambos coincidiesen en un mismo parecer. La dificultad estribaba ahora en inventar una excusa, un camelo que resultasen convincentes a las gentes del pueblo. Santiago, espécimen de ciudad, se perdía en el ambiente rural. Si el caso no cobraba consistencia en tres o cuatro días, tiraría la toalla, regresaría a la redacción con el depósito del coche vacío, pero la tapicería limpia y el interior ventilado. Dejaría las cuatro ventanillas abiertas durante su estancia allí. Los pueblos seguían teniendo pública voz y fama de tranquilos. Si algún cretino robaba aquella cochambre, él tendría que vérselas con Torres, pero ya estaba acostumbrado a soportar sus diatribas.
Por una distracción – le vencía el sueño – no sabe bien por qué, llegó a la gasolinera de La Panadella en Montmaneu, cruce de carreteras que de alguna manera había perdido su antiguo fulgor como uno de los paradores más concurridos del territorio nacional, desde que se inauguró la variante de la A-2, como si una mano negra le hubiese guiado hasta allí por alguna causa que se le escapaba. Repostó diez euros de combustible y entró en la cafetería de la estación de servicio. Le apetecía una escudella o un caldito bien caliente, pero pidió un café solo y sin azúcar. El camarero, un tipo de aspecto ecuatoriano, se limitaba a dar respuestas monosilábicas a las preguntas intrascendentes del periodista. Para cuando le preguntó si ya le habían traído la prensa del día, el individuo había agotado los “noes” y con un movimiento lento y cansino, dejando reposar la barbilla sobre el esternón como si de un momento a otro fuera a quedarse dormido o a desnucarse, respondió sin articular palabra con una negativa gestual. Santiago pidió que le sirviera una lata de Coca-Cola y una bolsa de patatas fritas Lay,s en su punto de sal para que le bajase el café atragantado en el gaznate y pronto entendió que al fulano ese se le habían cansado extremadamente también los “síes” en sus labios sellados. Conjeturó entonces que la misma mano negra que le había llevado hasta ahí, tal vez moviese unos hilos invisibles en el cuerpo de aquel camarero que se comportaba como un títere y no se atrevió a preguntar a cuanto ascendía la consumición. Hizo un cálculo mental consultando la lista de precios que pudo leer en la carta que parecía haber llegado hasta él como deslizándose sola por la barra. Depositó el monto con diez céntimos de propina en el platito en el que le había servido las patatas fritas. Puso pies en polvorosa de allí como alma que lleva el mismo diablo.
Cuando llegó a Calldetenes decidió parar de nuevo. El reloj del móvil marcaba algo más de las cinco de la madrugada. Aquella tartana había alcanzado los ciento veinte por hora en un intento desesperado por purificar el pestilente hedor. Notaba envenenados los bronquios y el talante, ya de por si irascible en lo tocante a malos olores ambientales. Le cantaba, cual herniado, la potra, la mala por cierto, siempre solapada ahí como una sombra. Tal vez esta comisión extravagante y algo absurda le cambiaría la vida para bien, pero era más sensato pensar que, como siempre, acabaría siendo un fiasco. ¡Con un jefe como el suyo, con encarguitos como ése, ... ¡
Había consultado en Google que Calldetenes contaba con tres rutas dignas de visitar, pero Santiago sólo buscaba un paraje tranquilo donde estirar piernas, respirar aire puro, ordenar sus ideas, fumar un pitillo. Detuvo el coche en un camino que según un cartel conducía al “Molí del Pujol”, uno de los molinos más antiguos del municipio y punto de partida de la “Ruta dels molins”. Se estiró para desentumecer las piernas y brazos como un escolar después de un examen y en pleno bostezo le sorprendió la llegada de un hombre de mediana edad que portaba un botijo:
- ¿Qué? ¿Descabezando un sueñecito?...Usted no estaba aquí antes de que yo subiera por agua a la “Font de les Eres”.¿.Le hace un trago?
- Me hace. No sabe cuánto se lo agradezco. Creo que desde niño no cataba el agua de estos chismes.
- “Cànti”
- ¿Cómo?
- Botijo..... Usted no es de por aquí, ¿eh?
- No. Voy a Ripoll – mintió. Sabía que el rosario de mentiras se iniciaba en ese preciso instante.-
- ¿Negocios?
- Si. Soy comercial.
- Hay una crisis muy gorda. No se vende nada ahora.
- Botijos, ninguno, oiga.
- ¿Vende botijos?
- No, hombre, bromeaba. Soy comercial inmobiliario.
- ¿Casas? Eso se vende aún peor.
- Por eso estoy aquí. Para abrirme nuevos campos, nuevos horizontes – sentía cierta incomodidad con tantas mentiras –
- Usted es joven. No llegará la sangre al río. Crisis de éstas ya hemos vivido otras.
- No sé, no sé. Los botijos tocan a su fin.
- No el mío.
Ambos prorrumpieron una sonora carcajada. Santiago Paraíso pensó que tal vez el agua del botijo proviniera del pantano de Sau, pero no se atrevió a preguntar. Como si el hombre adivinase su pensamiento, exclamó:
- Esta agua tan rica de la mina de la Frontera no tiene precio.
- ¡Ya lo creo que no! Su botijo, su “cànti” tampoco.
Cuando el periodista se quedó solo, permaneció un instante extasiado contemplando como la silueta recortada de aquel buen hombre de Samaria se perdía en lontananza. Pensó que si él alguna vez caminase tanto como aquel señor ya no sería el mismo gandul de siempre. Ese caso improbable no llegaría nunca y menos porteando de aquí para allá un botijo lleno o vacío, igual le daba. Sacó del coche su cuaderno de notas, una especie de libro de bitácora donde apuntaba el rumbo que tomaban sus asuntos. Había creado una especie de claves, de signos algo peculiares y extraños que sólo entendía él. Como tenía talento para el dibujo y le apasionaban los gatos, había convenido, por ejemplo, que el dibujo de un gato tumbado con la cola replegada sobre sí significaba que la cosa marchaba bien, sin complicaciones, rodada. Un gato de pie sobre sus cuatro patas y la cola estirada simbolizaba cierto estado de alerta. Un gato estirándose como desperezándose de una larga siesta, ¡macho espabila!...En esta ocasión dibujó tres gatos, dos que se desperezaban y uno que parecía haber metido alguna de sus patas en un enchufe.Añadió la silueta de un tigre con listas azules en el lomo, obra del bolígrafo Bic que funcionaba mal, echando a los gatos un zarpazo inopinado en forma de borrón de tinta. El desaliento y el sueño se fundían y le sumían en una especie de sopor. Optó por tomar un comprimidos de Pridal y otro de Alapryl con un trago de agua mineral. ¡Lástima de rica agua fresca de botijo! Se quedó dormido en el asiento trasero. Durmió unas tres horas. Al despertar con el cuaderno abierto sobre su pecho, decidió que al llegar a destino arrojaría el ordenador al pantano y se compraría otro, algún día, cuando el tigre se quedase dormido.
Cuando llegó a Sant Romà de Sau, atolondrado por la medicación y empapado en sudor, le pareció ver que un termómetro digital de carretera marcaba treinta grados, pero tal vez fuese un espejismo. Una desilusión óptica la llamó. La sequía arruinaba el paisaje y su cuerpo temblaba de calor, se ciscaba de miedo. Miedo escénico lo bautizaba el vulgo. Síndrome de pánico su psiquiatra. El nudo que ataba corto la boca de su estómago parecía a punto de reventar, pero una vez más se armaría de valor. Estacionó en el aparcamiento habilitado y como el acceso al embalse estaba cortado para vehículos, contempló horrorizado las vallas metálicas evitando la entrada a la iglesia, casetas de información turística cerradas aún al público a esa buena hora mañanera, cintas de balizamiento policial impidiendo el paso en determinados puntos, un par de coches patrulla en el interior del recinto, cuatro mossos, un vigilante y un agente de guardia urbana de charleta distendida. Uno de los mossos era una moza con semblante de chicote aniñado. Santiago musitó, “Esta algún día tendrá bigote y yo seguiré pagando pensión, pasándolas putas”. No era momento oportuno de arrojar el ordenador al pantano. Se había documentado mucho en prensa, pero nada comparable al panorama que pintaba ante sí. El grupo se percató de su presencia. El vigilante se aproximó y le preguntó qué le traía por ahí:
- Simple curiosidad. Quería verlo antes de que acudan los turistas en tropel dentro de un rato, supongo.
- No se lo puede imaginar.
- Y usted que lo tendrá tan visto.
- Dieciséis horas seguidas tragando ábside y arcos lombardos.
- Se culturiza de paso....¿Puede recomendarme un hostal decente y barato.
- El Hotel La Riba en Vilanova, pero no sé si encontrara alojamiento. Esto está hasta arriba de curiosos y sólo nos faltaba una muerta que adornara cual guinda el pastel. Creo que lo mejor es que busque alojamiento en Vic.
- Gracias. Lo tendré en cuenta. ¿Era joven esa pobre infeliz?
El vigilante se aproximó y le preguntó qué le traía por ahí:
- Simple curiosidad. Quería verlo antes de que acudan los turistas en tropel dentro de un rato, supongo.
- No se lo puede imaginar.
- Y usted que lo tendrá tan visto.
- Dieciséis horas seguidas tragando ábside y arcos lombardos.
- Se culturiza de paso....¿Puede recomendarme un hostal decente y barato?
- El Hotel La Riba en Vilanova, pero no sé si encontrara alojamiento. Esto está hasta arriba de curiosos y sólo nos faltaba una muerta que adornara cual guinda el pastel. Creo que lo mejor es que busque alojamiento en Vic.
- Gracias. Lo tendré en cuenta. ¿Era joven esa pobre infeliz?
- Creo que lo que pueda leer en prensa le tendrá más al corriente de lo que le pueda decir yo o ésos, los mozos que no sueltan prenda.
- Pues rajar, rajan que da gusto.
- Ocupan el canal para despistar. Creo que aqui hay gato encerrado.
- En realidad poco me importa el gato. Lo mío son las inversiones inmobiliarias - fingir ya se le iba dando mejor - .
- Si sigue la sequía, con la iglesia a la intemperie y un fiambre en el campanario, resucita usted la cosa inmueble y a mi me dan crédito inmobiliario en yenes para afrontar mi hipoteca.
5 de junio de 2008
"El médico cubano"
Cuando llegaste a la tierra de los tsunamis, un maremoto agitado y violento de gentes de todos los lugares de la costa emprendía una huída resignada, pero arrebatada, como un torbellino de dolor, de marea humana perdida, desconsolada.
Tú siempre alcanzas la orilla, cuando los demás se van. Ya estás acostumbrado a contemplar paisajes desoladores y una concurrencia de muchedumbres caminando como un solo hombre buscando un destino incierto, incierto, sin norte. Ellos toman un rumbo juntos hacia ninguna parte y tú llegas al mismo sitio. Poco importa si antes fue al sur del planeta y ahora es al norte. Los lugares que pisas están fabricados del mismo material frágil. ¡Con qué facilidad es posible hacerlos pedazos, como si un dios energúmeno, furibundo, hubiese dado un golpe fabuloso sobre una maqueta de cartón piedra al enojarse poque alguien le sirvió la sopa fría!
Te preguntó tu padre al abandonar la isla que qué se te había perdido por esos rincones del planeta, si en la propia casa estaba todo por hacer. Tú le contestaste que la Revolución no había sido del todo un fracaso, en otros países se estaba aún peor, no habías estudiado Medicina para atender a jineteras cargadas de sífilis extranjera, gonorrea europea, ladillas españolas, chlamydia yanqui, no perdías ni un minuto de tu precioso tiempo en frivolidades ambulatorias, niños del Tercer Mundo morían cada hora, las catástrofes climáticas sometían a pueblos enteros a un obligado éxodo, las nefastas políticas económicas..."No sigas, hijo. Me convenciste antes de obtener una respuesta de tus labios. Esos labios tuyos que me dan miedo desde la cuna. Ese rictus de amargura precoz con el que naciste, te criaste, te hiciste un hombre de provecho. En una palabra, un hombre. Tú eres un hombre. Yo soy un pobre diablo." "Eres mi padre. Eso me basta. Dame tu bendición"
La bendición de tu padre y el recuerdo de una infancia féliz te han permitido viajar ligero de equipaje. La bolsa que te regaló un sacerdote español misionero en Ruanda guarda las cuatro pertenencias que te acompañan. Un par de camisas, un par de jerseys, algo de ropa interior, un par de pantalones vaqueros, una prenda de abrigo, un manual de medicina, una maleta botiquín que es tu más fiel aliada.
Ellos se van cuando tú llegas. A algunos los ves regresar, pero al poquito tú te vas a otro lugar. Crees recordar sus caras, sus miradas, sus ojos hundidos en las órbitas como las de un solo rostro. Aseguras que un puñado de almas funcionan como un sólo corazón, pero que un sólo corazón es incapaz de retener el alma. No crees en el individuo, pero salvas las vidas de la colectividad en éxodo, que no encuentra intermisión. Tú también vives en perpetuo éxodo de ti mismo, pero en la existencia de los demás encuentras el territorio de tu patria.
Me consta que eres casi el único médico cubano que no forma parte del ejército castrista de "batas blancas". Me consta que por tu labor no reciben en la isla los cinco mil dólares estipulados por cada galeno que presta servicios médicos a la causa revolucionaria. Me consta que no se entrenan furtivamente un puñado de militares cubanos en pago a tu "altruísta" misión. Me consta porque abandonaste la isla en patera, arribaste a Miami y desde entonces corres a cargo de tu vida por tu cuenta y riesgo. Donde vas no te preguntan casi nunca de donde vienes y a donde vas. Si te lo preguntan, miras a los ojos de tu interlocutor y respondes: "vengo de Guarico, soy venezolano, pero poco importa éso. ¿Dónde se me precisa?". A veces te limitas a encogerte de hombros y susurrar a media voz que eres ciudadano del mundo.
Tú siempre alcanzas la orilla, cuando los demás se van. Ya estás acostumbrado a contemplar paisajes desoladores y una concurrencia de muchedumbres caminando como un solo hombre buscando un destino incierto, incierto, sin norte. Ellos toman un rumbo juntos hacia ninguna parte y tú llegas al mismo sitio. Poco importa si antes fue al sur del planeta y ahora es al norte. Los lugares que pisas están fabricados del mismo material frágil. ¡Con qué facilidad es posible hacerlos pedazos, como si un dios energúmeno, furibundo, hubiese dado un golpe fabuloso sobre una maqueta de cartón piedra al enojarse poque alguien le sirvió la sopa fría!
Te preguntó tu padre al abandonar la isla que qué se te había perdido por esos rincones del planeta, si en la propia casa estaba todo por hacer. Tú le contestaste que la Revolución no había sido del todo un fracaso, en otros países se estaba aún peor, no habías estudiado Medicina para atender a jineteras cargadas de sífilis extranjera, gonorrea europea, ladillas españolas, chlamydia yanqui, no perdías ni un minuto de tu precioso tiempo en frivolidades ambulatorias, niños del Tercer Mundo morían cada hora, las catástrofes climáticas sometían a pueblos enteros a un obligado éxodo, las nefastas políticas económicas..."No sigas, hijo. Me convenciste antes de obtener una respuesta de tus labios. Esos labios tuyos que me dan miedo desde la cuna. Ese rictus de amargura precoz con el que naciste, te criaste, te hiciste un hombre de provecho. En una palabra, un hombre. Tú eres un hombre. Yo soy un pobre diablo." "Eres mi padre. Eso me basta. Dame tu bendición"
La bendición de tu padre y el recuerdo de una infancia féliz te han permitido viajar ligero de equipaje. La bolsa que te regaló un sacerdote español misionero en Ruanda guarda las cuatro pertenencias que te acompañan. Un par de camisas, un par de jerseys, algo de ropa interior, un par de pantalones vaqueros, una prenda de abrigo, un manual de medicina, una maleta botiquín que es tu más fiel aliada.
Ellos se van cuando tú llegas. A algunos los ves regresar, pero al poquito tú te vas a otro lugar. Crees recordar sus caras, sus miradas, sus ojos hundidos en las órbitas como las de un solo rostro. Aseguras que un puñado de almas funcionan como un sólo corazón, pero que un sólo corazón es incapaz de retener el alma. No crees en el individuo, pero salvas las vidas de la colectividad en éxodo, que no encuentra intermisión. Tú también vives en perpetuo éxodo de ti mismo, pero en la existencia de los demás encuentras el territorio de tu patria.
Me consta que eres casi el único médico cubano que no forma parte del ejército castrista de "batas blancas". Me consta que por tu labor no reciben en la isla los cinco mil dólares estipulados por cada galeno que presta servicios médicos a la causa revolucionaria. Me consta que no se entrenan furtivamente un puñado de militares cubanos en pago a tu "altruísta" misión. Me consta porque abandonaste la isla en patera, arribaste a Miami y desde entonces corres a cargo de tu vida por tu cuenta y riesgo. Donde vas no te preguntan casi nunca de donde vienes y a donde vas. Si te lo preguntan, miras a los ojos de tu interlocutor y respondes: "vengo de Guarico, soy venezolano, pero poco importa éso. ¿Dónde se me precisa?". A veces te limitas a encogerte de hombros y susurrar a media voz que eres ciudadano del mundo.
30 de mayo de 2008
28 de mayo de 2008
"La crisis de Spencer Singer"
Después de la Tercera Crisis Energética Mundial, los países adictos al petróleo decideron dar un giro a sus nefastas políticas energéticas.
Los cupones de racionamiento de combustible se vendían en el mercado negro al doble de su precio inicial. Spencer Singer guardaba en su garaje una imprenta falsificadora y vendia cupones falsos a mitad de precio en la propia gasolinera en la que trabajaba de turno de noche. Sabía que la pasma le seguía los pasos, pero algunos agentes uniformados le compraban los cupones sin tapujos, solicitándolos casi a gritos en medio del fragor de la noche entre idas y venidas de ciclistas que paraban a inflar las ruedas de sus bicis y a comprar barritas energéticas, batidos y piezas de fruta. Con tres cupones de racionamiento se podía llenar el depósito de cualquier turismo utilitario. Spencer Singer tampoco desaprovechaba cualquier ocasión de prodigar favores sexuales a bellas muchachas que no portaban cupones o los querían reservar para una mejor ocasión. En una de aquella situaciones, Laura Sendall le birló seis cupones, le propinó una bofetada y lo abandonó en el escusado con los pantalones bajados y el culo al aire despotricando que aquella mala jugada se la pagaría con creces, "¡valiente hija de perra!" "¡Qué te folle un pez, a ser posible espada!" le grito ella desde su Audi 900, marchándose del lugar con tamaños aspavientos, que durante tres días muchos preguntaron si el tornado de Colorado había pasado por allí.
Los cupones auténticos de razonamiento se agotaban y la inflación de cupones falsificados supuso el cierre de muchas gasolineras y surtidores en todo el país. Spencer Singer como veía peligrar su puesto de trabajo y el lucrativo negocio, tuvo una brillante idea. Se encerró en el garaje de su casa durante una semana las horas diurnas de sueño y diseñó un cargador de baterías solar apto para todo tipo de pilas. Cuando lo tuvo terminado lo llevó a la gasolinera y en poco tiempo el número de clientes que acudían andando a la gasolinera era muy superior al de los que lo hacían en auto o en bici. El cargador permitía realizar cargas en menos de tres minutos. Muchos clientes motorizados contemplaban admirados como la mayoría recorrían distancias kilométricas para llegar a la gasolinera para cargar sus baterías y optaron también por esta opción, desechar el vehículo a motor y abonarse al placer que ha procurado siempre "el coche de San Fernando, un rato a pie y otro andando"
Spencer Singer se convirtió con el tiempo en uno de los tipos más millonarios del universo, millonario en amigos. Las cargas las realizaba gratis a cambio de comida u otros enseres necesarios.
Los cupones de racionamiento de combustible se vendían en el mercado negro al doble de su precio inicial. Spencer Singer guardaba en su garaje una imprenta falsificadora y vendia cupones falsos a mitad de precio en la propia gasolinera en la que trabajaba de turno de noche. Sabía que la pasma le seguía los pasos, pero algunos agentes uniformados le compraban los cupones sin tapujos, solicitándolos casi a gritos en medio del fragor de la noche entre idas y venidas de ciclistas que paraban a inflar las ruedas de sus bicis y a comprar barritas energéticas, batidos y piezas de fruta. Con tres cupones de racionamiento se podía llenar el depósito de cualquier turismo utilitario. Spencer Singer tampoco desaprovechaba cualquier ocasión de prodigar favores sexuales a bellas muchachas que no portaban cupones o los querían reservar para una mejor ocasión. En una de aquella situaciones, Laura Sendall le birló seis cupones, le propinó una bofetada y lo abandonó en el escusado con los pantalones bajados y el culo al aire despotricando que aquella mala jugada se la pagaría con creces, "¡valiente hija de perra!" "¡Qué te folle un pez, a ser posible espada!" le grito ella desde su Audi 900, marchándose del lugar con tamaños aspavientos, que durante tres días muchos preguntaron si el tornado de Colorado había pasado por allí.
Los cupones auténticos de razonamiento se agotaban y la inflación de cupones falsificados supuso el cierre de muchas gasolineras y surtidores en todo el país. Spencer Singer como veía peligrar su puesto de trabajo y el lucrativo negocio, tuvo una brillante idea. Se encerró en el garaje de su casa durante una semana las horas diurnas de sueño y diseñó un cargador de baterías solar apto para todo tipo de pilas. Cuando lo tuvo terminado lo llevó a la gasolinera y en poco tiempo el número de clientes que acudían andando a la gasolinera era muy superior al de los que lo hacían en auto o en bici. El cargador permitía realizar cargas en menos de tres minutos. Muchos clientes motorizados contemplaban admirados como la mayoría recorrían distancias kilométricas para llegar a la gasolinera para cargar sus baterías y optaron también por esta opción, desechar el vehículo a motor y abonarse al placer que ha procurado siempre "el coche de San Fernando, un rato a pie y otro andando"
Spencer Singer se convirtió con el tiempo en uno de los tipos más millonarios del universo, millonario en amigos. Las cargas las realizaba gratis a cambio de comida u otros enseres necesarios.
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