Aquella
Navidad me trajo un amigo un Benino napolitano, como recuerdo de un viaje a la
capital mundial de los belenes. Me hizo mucha ilusión poder acostar al precioso
pastor durmiente, en un plácido rincón
lleno de musgo y palmeras de mi belén anual. Lo contemplaba a diario y me
llenaba de alegría. Hasta que una noche al regresar a casa muy cansada de mi
jornada laboral, con gran estupor constaté que Benino ya no estaba donde lo
había dejado. Se encontraba tumbado en el extremo opuesto de donde yo lo había
colocado. Además, para mi pasmo y horror, tenía los ojos abiertos y me sonreía.
Lo cogí y lo volví a depositar en su lugar original. Benino cerró los ojos y
pareció aceptar de buen grado este traslado. A la mañana siguiente, antes de
desayunar y tomar el primer café mañanero, corrí hacia el belén para ver si
Benino seguía en su sitio, pero el pastorcillo había emigrado y no lo
encontraba por parte alguna del belén. En vez de preocuparme, decidí correr
tupido velo a este asunto, tomar mi café y comenzar el día como si tal cosa,
como un día normal sin un Benino incordio intentando amargarme el día. Olvidé
durante la jornada todo este asunto turbio de una figurilla intrusa cambiándose
sola de lugar dentro de mi belén. De hecho, regresé por la noche tan cansada
que, después de tomar una ducha, me fui derecha a la cama muerta de sueño. Para
mi sorpresa, Benino estaba tumbado en mi almohada dormido como un tronco.
Aquello ya era más que alarmante. Llamé al móvil de mi amigo casi llorando con
un nudo de angustia en la sien, para contarle lo que me estaba sucediendo con
el dichoso regalito traído de Nápoles. Pero el teléfono de mi amigo se
encontraba apagado y fuera de cobertura. Así que decidí meter a Benino en el
armario cerrando la puerta con llave y me metí en la cama con la llave apretada
dentro de mi puño. Al despertar, la llave ya no estaba en mi mano. Tampoco en
la cama debajo de la almohada ni en parte alguna. La llave estaba puesta en la
cerradura del armario y las puertas abiertas y abatidas de par en par. Benino
había escapado. Aquello era tan desesperante y desquiciante para mí que me
dediqué toda la mañana a buscar a Benino por todas partes, pero el maldito
pastorcillo no apareció. Al llegar al trabajo, Benino estaba sobre la mesa de
mi despacho. Se encontraba con ojos abiertos como platos y con aquella sonrisa
sardónica tan desagradable en su diminuto rostro. Abrí la ventana y lo arrojé
sin mayor contemplación ni remordimiento. Decidí que no llamaría a mi amigo
para contarle lo sucedido y que desde ese momento, daría por zanjado el asunto.
Benino
ya no dio señales de vida ni dormido ni despierto. La Navidad transcurrió
pacífica y agradablemente como las precedentes. El día ocho de enero recogí el
belén y guardé primorosamente todas las figuras en mi baúl. El once de enero
recibí una llamada de mi amigo y me quedé pálida cuando exclamó: “Estoy muy
extrañado. Dentro del congelador de mi nevera he encontrado un Benino idéntico
al que te regalé traído de Nápoles. ¡Qué cosa más rara!”. Le respondí con mi
corazón latiendo a mil por hora: “Creo, Mario, que debieras deshacerte de él
ahora mismo”.
2 comentarios:
Será la magia de la Navidad. una historia curiosa y original la tuya. suerte en el concurso.
Yo también participo con mi cuento "imposible"
https://elpedrete2.blogspot.com/2018/12/zenda-cuentos-de-navidad.html
Suerte para ti también. Ambas historias tocan el asunto de lo poco que ya va gustando la Navidad a mucha gente en el mundo.
Un saludo y felices fiestas navideñas.
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