7 de marzo de 2025

Las cicatrices de Andy Warhol...

He terminado la lectura del magnífico libro de Olivia Laing, "La ciudad solitaria". A raiz de sus reflexiones sobre las cicatrices de Andy Warhol y cómo detestar los hospitales, no le impidió morir en uno, mientras dormía, operado de una rutinaria intervención en la vesícula, mientras que sobrevivió milagrosamente tiempo antes a un atentado que le dejó una cicatrices tremendas de por vida; me han llevado a mi propia reflexión de por qué durante años he detestado las cicatrices, los tatuajes, las sucursales bancarias y como Warhol también los hospitales. Todo me venía muy seguramente de un trauma infantil. Con cuatro añitos recién cumplidos me operaron de apendicitis. El día que me quitaron los puntos, el doctor para distraerme me hizo cantar. Yo me lancé a cantar "Juanita Banana" mientras me arranqué a llorar muchísimo y canto y lloro se fusionaron en un todo en uno. Al doctor le hizo tanta gracia que pegó una voz y llamó a enfermeras y otros colegas que me rodeaban mientras aplaudían mi lloro y mi canto. Meses y años después la cicatriz que me dejaron iba creciendo hasta alcanzar una longitud que quintuplica la mínima cicatriz actual de una operación de apendicitis. Cuando residíamos en San Juan de Puerto Rico, un día mis padres invitaron a casa a un matrimonio amigo y salió a relucir en la conversación el tema de las intervenciones quirúrgicas y las cicatrices. Tímidamente les hablé de mi cicatriz, que no solo no me gustaba sino que me acomplejaba mucho. Entonces el marido me dijo, "Ainss, mi hijita, nada comparado con este tatuaje que me dejé hacer y que detesto", mientras me mostraba un enorme tatuaje que lucía en un brazo. Muchas veces he intentado recordar de qué tatuaje se trataba, pero no lo logro ya que por aquel entonces yo era muy chica. Pero aquella conversación añadió a mi pavor por las cicatrices y los hospitales, el miedo a los tatuajes. Con los años no solo he perdido esa aversión sino que ahora sí me gustan ciertos tatuajes, que no todos y ciertas cicatrices. No desde luego las de apendicitis como la mía. Pero por ejemplo, mi cicatriz por la cesárea del nacimiento de uno de mis hijos, me encanta. Las cicatrices de Andy Warhol, ayer sentí curiosidad y busqué fotografías en la que Warhol las muestra como si de un trofeo se tratase. Las fotografías, en blanco y negro, rezuman un halo estético, artístico, de una profundidad abismal y sideral. Es como un grito, como el grito de Edvard Munch, pero no un grito andrógino sino un grito carnal, porque son sus cicatrices las que gritan ya que Warhol en una de las fotos no muestra su cara, se ha partido la foto a la altura de su cuello, en una decapitación que permite que las cicatrices cobren vida y sean autónomas y libres. En otra posa como un Cristo contemporáneo con las manos extendidas mostrando sus palmas. Sabemos que Warhol era católico practicante. Y en otra parece un torero que ha renuciado al traje de luces vistiendo de riguroso negro. En otra parece un cuadro de El Greco, posando cual caballero de figura alargada con la mano en el pecho. Sinceramente, me parece fatal que Warhol muriese en un hospital. Merecía una muerte en otro lugar menos aséptico y frío. En fin, que a estas alturas de mi vida no solo me gustan determinadas cicatrices y tatuajes, también estoy muy atenta a la definición y surcos estéticos que cincelan en la piel determinadas arrugas. Me fijo mucho en las actrices y los actores en series y películas que ya pintan canas. Y por descontado, llevo cumplida cuenta de las mias, como van asomando más como un laberinto que como un mapa. Ahora solo me falta aceptar las canas, las sucursales bancarias y los hospitales. Tal vez envejecer no es renuncia sino aceptación ni resignada ni sumisa. Aceptación muy digna.