Ayer varios medios se hicieron eco del fallecimiento del último indio Tanaru, en el estado de Rondonia. Tenía unos sesenta años y lo encontraron durmiendo plácido sueño eterno, tumbado en su hamaca cubierto de plumas de guacamayo, dentro de la que fue su choza número 53. Casi cabe contabilizar una choza por año de vida nómada en solitario. No siempre fue así. Veintiséis años atrás convivía con su gente. Su pueblo fue masacrado y él sobrevivió. No dejo de pensar en este hombre increíble de vida sobrecogedora, indómita e inaudita. Debía vernos a nosotros, el común de los mortales, como seres del maligno, capaces de atrocidades sin fin y por ello esas más de dos décadas en absoluta soledad discurrían jalonadas por un afán de imperiosa huída, cavando mil agujeros donde esconderse. Pero pienso también en el funcionario que, durante todo este tiempo, veló por su seguridad cual ángel de la guarda, impidiendo que nuestro valiente protagonista tuviese idéntico trágico fin que el de su familia...
LA SAGA DE ALGUNAS LEYENDAS URBANAS