5 de julio de 2007

"La delegación rusa"

Somos un grupo de escritores rusos, ateridos de vanagloria moscovita, en el Jardín de Invierno del palacio del Elíseo francés. Pero nuestros escrúpulos, nuestros egocentrismos de intelectuales que se vanaglorian aún no sabemos muy bien de qué, los hemos dejado en el felpudo de la Puerta de Versailles.



La mayoría somos hijos huérfanos del exilio. El exilio ideológico siempre se sintió huerfano de algo, pero no sabríamos en lenguaje occidental, precisar muy bien de qué. Las jóvenes promesas que nos acompañan, asienten y sonríen cuando les mencionamos ésto, pero para sus adentros se carcajean de nosotros como gallinas cluecas a punto de romper las cáscaras de los huevos empollados. Desconocen que siempre, siempre, primero fue el huevo y luego la gallina, pero hoy no no nos encontramos aquí para dilucidar tamaña tropelía.



Le he pedido a mi hija, una joven poetisa, por esta doble condición, - la de su preciosa juventud y la de niña predilecta de las musas -, que sea la portavoz del grupo, llegada la hora de estrechar manos a las Autoridades, responder a las peregrinas sugerencias de los intérpretes y salir boyante de las capciosas e incisivas preguntas que habitualmente lanzan los periodistas y reporteros internacionales.



Mi hija, aunque joven y poetisa, no tiene un pelo de ingenua, y me ha dedicado una mueca de soslayo, pero yo me he llevado rápidamente la mano al corazón. Sabe que en cualquier momento puedo caer fulminado por el rayo del infarto y la apoplejía y esta circunstancia la conmueve y ablanda. ¡En éstas y tantas cosas me recuerda constantemente a mi mujer!



Sonia murió de esa tristeza inconsolable que llaman cáncer. Si se encontrase con vida, mi hija y yo no estaríamos hoy aquí en este acto porque Sonia tenía la casa de la mente muy bien amueblada, con cada idea en su sitio, sin un jarrón aqui de más ni una porcelana allá de menos. Sonia era mi mentor y mi ángel de la guarda. Me parece que algo me susurra al oído, pero no quiero escuchar sus sabios y certeros consejos, porque de sobra sé que me he equivocado viniendo aquí. Encuentro una disculpa en la circunstancia de mi vejez. A los viejos, todo se nos debiera estar permitido. Sonia, mujer de principios, me reprocharía también esta memez. ¡Ay, Sonia, perdóname, amor mío!.



Jacques y Vladímir parecen entenderse a las mil maravillas. ¡Qué patéticos me resultan los políticos sabiéndose avezados en todas las causas y ciencias, tan petulantes ellos ! Son a veces los intérpretes jurados quienes les salvan de sus escasos conocimientos. Verdaderamente, los políticos listos son aquellos que saben rodearse de cultivados intérpretes y tecnócratas políglotas.



Ya llegó la pregunta incisiva, "¿Se puede criticar a Vladímir?" Sin duda han inspirado a mi hija las musas cuando sus delicados labios pronuncian "No critico al presidente. Hay que tomar distancia. Hay que ser prudente".



Todo este mal rato por crear un espacio común de la educación y la cultura en Moscú, bajo los auspicios de Bruselas. "Sonia, los tiempos han cambiado. Ni tú ni yo pertenecemos ya a este mundo. Pero nuestra hija, si, Sonia. Por ella y por los de su generación y las venideras estoy hoy aquí".



He sentido un beso de Sonia en la mejilla. Los besos de los muertos son un preludio de la propia muerte, que anhelo y aguardo después de estrechar la mano al presidente.

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