10 de julio de 2007

"La Latina"

Nací en Salamanca allá por el año mil cuatrocientos sesenta y cuatro.

En la época actual sería considerada una belleza según los cánones que imperan. Alta, delgada, esbelta, ojos de gata de un color agrisado e incierto, rasgados, pero muy vivos. Larga melena castaña, casi rubia. Piel blanca y sedosa.

Pero mi padre decía de mi que esos andares de aires levantiscos que gastaba, denotaban que mi cuerpo albergaba alma de hombre en desgarbada naturaleza de mujer. Asi que decidió que estudiase latín y al comprobar mi precocidad en los estudios clásicos unido a mi procacidad, desvergüenza y atrevimiento intelectuales, pensó que lo mejor para mi desarrollo espiritual era resultar elegida entre todas mis hermanas para ingresar en un convento y llegar a ser monja.

Me consolaba de un futuro tan desalentador, leyendo a Aristóteles. En mil cuatrocientos ochenta y seis cuando me hallaba en los preparativos para ingresar en el convento de clarisas, Aristóteles escuchó mis desgarradas plegarias, pues Dios, sabía de cierto que no quería saber nada de mi, y fui llamada por la reina Isabel La Católica para ser profesora de sus hijos, ya que mi fama como experta conocedora de los textos clásicos latinos y griegos, se había extendido primero por Salamanca y después por todo el reino. Circulaba un apodo que mi mentor Antonio de Nebrija puso en boga, Beatriz, La Latina y con el correr del tiempo empecé a ser conocida como La Latina a secas.

Los diccionarios enciclopédicos y los manuales de literatura española apenas si me han mencionado. Durante siglos se ha silenciado mi nombre y mi categoría de humanista de idéntica talla a Nebrija, Alfonso de Valdés, Arias Montano, Luis Vives...Pero la reina Isabel, sin preocuparle mi abolengo y alcurnia, conocedora de que mi familia, anteriormente acaudalada, había venido a menos, me tenía por su mejor amiga y confidente. Me encomendó la educación de sus hijas Isabel, Juana, María y Catalina. También consintió y preconizó mi casamiento en mil cuatrocientos noventa y uno con Francisco Ramírez de Madrid, un viudo con cinco hijos a su cargo. Los reyes me concedieron una dote de quinientos mil maravedíes.

Gracias a mi Reina Señora y Soberana, no sólo me vi liberada de la triste y lúgubre vida del convento, del inculto y pacato contacto con el colectivo femenino salmantino de aquella época, sino que me permitió el alto honor de ejercer y desarrollar mis innatas y elevadas dotes intelectuales. Tuve el inmenso privilegio de llegar a convertirme en profesora de latín en la Universidad de Salamanca. Probablemente fui la primera mujer en el mundo que llegó a ese cargo.

Debo también a mi Soberana, el inmenso privilegio, que de ser por mi padre me habría sido negado, de conocer varón y los deleites de la carne que a ninguna mujer le debieran ser vetados. El gozoso honor de llevar en mi vientre a mis hijos Fernan y Nuflo, varones, ¡voto a Dios, qué gran alegría, que no quería por nada del mundo engendrar hembras que viniesen a servir a Dios y a los hombres cual retablo de dolores y grandes pesadumbres.

Tenía razón mi padre. Más me hubiese valido nacer varón, que si no es por mi soberana reina Isabel I La Católica no soy preceptora de nada y habría consumido mis talentos tras los muros de aquel convento.


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