16 de mayo de 2012

Hasta siempre, Carlos Fuentes, el hombre que nunca se cansó de ser hombre...¡qué día triste!...




"Las revoluciones las hacen los hombres de carne y hueso y no los santos y todas acaban por crear una nueva casta privilegiada."

CARLOS FUENTES


Esa mañana cuando entré en la boca de metro, me sorprendió que el reloj marcase las 6h 6 min.6 seg. tanto como descubrir un reloj enorme pendido del techo del andén que nunca había visto hasta la fecha. Pensé que me había confundido y había salido unos veinte minutos antes de casa por puro despite y somnolencia, porque el café no me había hecho suficiente efecto. Estos incidentes temporales de ubicación y desubicación me suelen suceder con frecuencia. No me acostumbro a madrugar y nunca me acostumbraré.

Entré en el vagón. Me senté y cogí del bolso "La ciudad y los perros " de Mario Vargas Llosa, el libro que estoy ahora leyendo con fruición cuando llego a los episodios costumbristas y como de culebrón venezolano y paso como de puntillas sobre aquellos que me resultan demasiado escabrosos o repugnantes. Leí el capítulo dedicado al encuentro entre Alberto El Poeta y Teresa. A mi estas escenas subrepticiamente románticas me subyugan, así que casi no me enteré de que el tren había llegado a Estrecho. Levanté la vista y para mi pasmo, sentada frente a mí, había una mujer que era idéntica a mi persona, con la salvedad de que ella vestía como dama elegantísima, con altísimo zapato precioso de tacón, traje de chaqueta impoluto y de corte Chanel y larguísima melena rubia peinada como recién salida de salón de belleza. Nos miramos ella y yo de arriba abajo y ella me dedicó una mirada despectiva, despreciativa, humillante, que me hizo sentir como el ser más insignificante del planeta. Supuse que era por mi indumentaria ya que siempre visto de manera muy sencilla y práctica para acudir al trabajo con calzado plano, unos simples vaqueros y una camiseta sin mangas muy veraniega para combatir estos calores madrileños que nos asaltan sin pedir permiso al hombre del tiempo. Quise devolverle aquella mirada con otra aún más arteramente estudiada y perversa para dejar a aquel alter ego de la glamurosa prestancia y presencia altanera, literalemte K.O., pero casi horrorizada, caí en la cuenta de que todos y cada uno de los pasajeros tenían sentados frente a sí a su alter ego, vestidos y acicalados de manera absolutamente contraria a la suya propia, de tal suerte que estaba el vagón lleno de pijos y de progres, por expresarlo de una manera llana y que se entienda. Todas y todos nos miramos con rostros marcados por gestos de estupor y nadie era capaz de articular palabra hasta que ya no pude más y exclamé:

- Ustedes que opinan ¿que esta mujer es mejor o peor persona que yo?...

Se escuchó un coro de respuestas al unísono superpuestas "mejor/peor/peor/mejor..." incesante, como una sinfonía de clones y robots de un siglo inexistente. Entonces un tipo que parecía indigente por su aspecto e indumentaria nos calló a todos la boca espetando:

- Nadie, ninguno de ustedes es mejor o peor. "Naide" ni siquiera Dios es mejor que el Diablo. Somos todos seres imperfectos de un imperfecto mundo en el más incompleto de los mundos posibles. Pero quien me de la más cuantiosa y sustanciosa limosna ahora, ése será el mejor en la mañana de hoy, siquiera unas horas, unos minutos, unos fragmentos de segundo..

El tipo extendió la mano y todo el mundo le dió alguna moneda. Algo del todo inconcebible en el metro de mi ciudad. Nunca he visto a toda las personas de un vagón repleto de tren dar limosna. El tren se detuvo y el tipo antes de abandonar el vagón nos increpó:

- Son todos ustedes iguales a los ojos de Dios y el Diablo porque todos me han dado sólo cinco céntimos cada uno, miserables. ¡Ya les vale, tacaños! Cuando llegué a Plaza Castilla me encontraba sola en el vagón. Todo el mundo había desaparecido no sé explicar cómo. Sólo sé que desde ese día no me siento mejor cuando doy limosna a un mendigo. No me siento tampoco peor. En realidad me siento indignada y pienso
que algo he de hacer con esta indiganción mía, que es como la de la mayoría, que es nuestra.


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