4 de febrero de 2017

Infancia Blanca y Azul

De mi infancia recuerdo un palmo de metro de nieve en la Plaza de San Juan en Barcelona. Y acto seguido se extendía el Mar Caribe ante mis ojos, pero papá decía que no podíamos nadar porque había tiburones. Vi a esos tiburones comerse a las azafatas de un avión siniestrado en la televisión del salón de casa. Me di cuenta de que mi padre casi siempre tenía razón. Más adelante vería a ese Mar Caribe muy enfurecido pasar por delante de nuestra casa arramblando con todo lo que encontraba a su paso, mientras papá apuntalaba ventanas y balcones. Mi hermana nacía en ese momento en el hospital. Mi madre había ido allí a buscarla. Eso pensé entonces. Luego entendí que mi mamá y mi hermana en realidad estaban juntas. Por alguna extraña razón mi mamá se había comido a mi hermana y sufrió nueve meses de empacho. Pero esa versión de los hechos también fue desmentida mucho después. Las mamás no se comen a sus bebés. Los tiburones sí se comen a las azafatas que también son mamás. Mi infancia fue de alguna manera voraz y recuerdo los colores de la gran diversidad de allá frente al blanco y negro de acá en España cuando regresamos. La televisión además solo tenía dos canales también en blanco y negro. Pero allá había naranjas, cocos, mangos y aguacates y aquí los estupendos y fragantes limoneros y naranjos de nuestras estancias veraniegas en Mallorca, el tranvía que iba de Sóller al Puerto y el Mar Mediterráneo que parecía un hijo emigrante del Mar Caribe, soñoliento y algo perezoso. Por lo menos allí decía papá que no había tiburones, pero sí se veían azafatas a salvo, gracias a Dios. Ahora mi infancia queda muy muy atrás. Es como un velero que se aleja en lontananza. Aquella niña, que miraba los escaparates de las jugueterías solo cuando había que escribir la carta a los Reyes Magos, sin duda sigue aquí. Se sienta a mi lado en mis ratos de lectura y me hace preguntas sobre lo que leo, y me ayuda a pasar página con entusiasmo si a mí me avasalla la apatía de una tarde de otoño o llueve tanto tras el cristal que las gotas de lluvia son iconos de letras que han escapado de mis libros, porque ellas también se cansan de mí. Y yo concluyo, casi suspirando y sorbiendo una humeante taza de té negro, que la infancia es un anhelo de libertad que nos acompaña siempre y que en esta vida hay que saber nadar y guardar la ropa y los libros como tesoros, en lugar tan escondido que ni nosotros mismos los podamos encontrar. La búsqueda nos hace libres y nos tiene entretenidos. Si un día los encontrásemos, ropa y libros, tal vez y solo tal vez nuestra infancia moriría con nosotros. No lo sé.

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