18 de marzo de 2017

Amante fatal

No podía dejarlo. Había conseguido de manera relativamente fácil dejar de fumar, moderar su dieta evitando dulces y grasas. Había logrado escalar El Monte Everest. De las dos rutas principales, la más fácil técnicamente, la más utilizada, la del sudoeste. Fue la utilizada por Hillary y Tenzing en 1953 y la primera de las 15 descritas en 1996. Pero aun siendo la más fácil, todo el mundo sabe que supone escalar el Everest. Hay que tener un espíritu aventurero y heroico. A él le apasionaba la escalada, la montaña, la estación de los monzones, las corrientes de chorro del viento en cotas altas de montaña, la nieve pintándolo todo de blanco. Pero esto no podía dejarlo. Era su medio de vida. Como comercial de prendas deportivas y de alta montaña, su Audi Q7 era su herramienta de trabajo primordial y principal y desde antes de conseguir el permiso de conducir le apasionaba el coche, el automovilismo y todo lo relacionado con este medio. La primera vez que le sucedió fue regresando de Andorra, casi cuando llegaba a su casa en Las Rozas en Madrid. Conducía solo, anochecía. Veía perfectamente. Le encanta conducir de noche. Era un consumado conductor. Años y años de carretera. De repente sintió un sudor frío que le recorría todo el cuerpo. Sus piernas y manos empezaron a temblar. Sus brazos flaqueaban. Se ahogaba. Llevaba un jersey de cuello cisne y empezó a tirar de él como queriendo arrancar el cuello porque le faltaba el aire y casi no podía respirar. En este estado no se podía concentrar. Se despistó y no tomó la salida 18 desde la A-6. Ya estaba a la altura de la salida 20. Decidió acceder por ella y parar en cuanto le fuese posible. Se detuvo en una gasolinera. Paro el motor del vehículo y bajó la ventanilla. El empleado de la Estación de Servicio se acercó para preguntarle si se encontraba bien. Al asomar la cabeza por la ventanilla lucía un aspecto demacrado. El empleado al verle tan aturdido llamó al Summa y momentos después un vehículo de intervención rápida con un médico al volante se personó y le tomó la presión, le examinó allí mismo in situ. El médico fue muy certero en su diagnóstico. Sin rodeos le espetó: “Usted, señor, padece amaxofobia, miedo a conducir. No importa que sea usted un consumado y avezado conductor. La amaxofobia se presenta de repente un día y sin aviso. Deberá acudir a un psicólogo porque con terapia se supera.” Así lo hizo. Se gastó una fortuna en acudir a consulta de psicólogos y psiquiatras, pero su fobia a conducir se había apoderado de su persona. Un día regresando a casa de un largo viaje desde Navarra, casi llegando a la salida 18, un ataque de amaxofobia le sorprendió en esta ocasión tan fuerte que perdió destreza al volante y colisionó contra el quitamiedos. Su Audi Q7 quedó siniestrado y él pasó varias semanas en el hospital. Pero pese a este susto sabía, era consciente de que no podía dejar de conducir. No le quedaba más remedio que aceptar que aquella fobia dominaba su vida y que debería recibirla como una amante fatal y la conducción era algo así como su esposa, a la que amaba y respetaba y no podía en modo alguno dejarla.

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