4 de julio de 2007

"La merienda de Merceditas"

Cuando era chica, mi madre me preparaba dos rebanadas de pan con aceite de oliva y media tableta de chocolate negro Nestlé para merendar. Lo envolvía todo en papel de estraza y lo metía en una bolsita de tela de cuadritos azul celeste - (azules celestes)* -.A la hora del recreo no conocía dicha mayor que sentarme en un rincón del patio a degustar aquel delicioso manjar. Me demoraba tanto masticando la rebanada de pan, rumiando mis cosas de entelequia infantil, paladeando aquella porción de rico chocolate, que muchos días olvidaba que el objeto y fin de un receso o recreo en un colegio cualquiera es jugar y jugar, merendar raudo, casi atragantándose y seguir jugando. La merienda, mi merienda no transcurría como la de las demás niñas. No comportarse como los demás suele costar un precio y a mi me tocó pagar el mío.A mediados de curso de primero de primaria apareció una niña muy díscola y desagradable, de ésas que venían al mundo como ángeles caídos y se encarnaron en pequeños vástagos de Satanás. La tipeja ésa se fijó en mi desde un primer momento a la hora del recreo. Yo cursaba el segundo curso de educación infantil. Estaba en franca desventaja frente aquel mastodonte de la puericia. Se acercó a mi, desafiante, con una cara de puerco, ávido de chocolate y pan con aceite sin precedentes en la historia de la avidez porcina. Me espetó sin preámbulo alguno, que "o le daba mi merienda ahora mismo o me iba a tirar de las coletas esas ridículas que me colgaban de las orejas". No sé si me dolió más que me arrebatara sin piedad la tableta de chocolate y el pan pringoso o el insulto denigrante referido a mi cándido peinado. Aclaro que mi madre, la pobre, llegaba tarde todos los días a la fábrica de embalajes con la consiguiente reprimenda del encargado, por vestirme, peinarme las coletas a conciencia con mucha colonia Nenuco, sendas gomas elásticas de los envoltorios de las hueveras y lazos del color verde conjuntadas con la uniformidad. Encontré un recurso siempre infalible en estos apurados casos. Rompí a llorar. Lás lágrimas me brotaban hasta de las coletas. Las lágrimas intimidan a los demonios más que el agua bendita. El mostrenco me agarró de una de las coletas y tirando con fuerza me amenazó con volver al día siguiente. Quería doble ración de pan y triple de chocolate. "¡Cállate, mocosa asquerosa. como sigas llorando te parto la cara!"No sabía cómo explicar a mi profesora, a mis compañeras y luego a mi madre cuando vino a recogerme al colegio que si no me presentaba al día siguiente con una merienda para dos, pero que en realizad se zamparía una, mejor pretextar cualquier cosa, fingir un dolor de tripa y no acudir a clase, porque peligraba mi integridad física, y la paz en mis horas de recreo había llegado a su fin.Afortunadamente mi madre, sagaz y astuta como la mayor parte de las madres del mundo, se dió cuenta del rosetón que tenía en la oreja y de la coleta despeinada, siempre hasta entonces relamida y peinada aunque me hubiese pasado un tanque por encima. El interrogatorio materno al que me sometió me sacó en un pispás toda la información que ella precisaba, para pedir permiso al encargado de la fábrica de embalajes y llegar mucho más tarde de lo habitual al trabajo. Lo primero y principal para mi madre eran los intereses y el bienestar de su hija. Cuando llegamos a la puerta del colegio mi madre vió a la niña causante de mis estragos. Me soltó de la mano y se dirigió enfilada a ella.Aún ahora me pregunto qué le dijo mi madre a la prenda para que me dejase en paz a partir de aquel instante. Yo por si acaso le pedí a mi madre que me llevase a la peluquería para cortarme las coletas. Su encargado me lo agradecería, supongo.

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