30 de mayo de 2008
28 de mayo de 2008
"La crisis de Spencer Singer"
Después de la Tercera Crisis Energética Mundial, los países adictos al petróleo decideron dar un giro a sus nefastas políticas energéticas.
Los cupones de racionamiento de combustible se vendían en el mercado negro al doble de su precio inicial. Spencer Singer guardaba en su garaje una imprenta falsificadora y vendia cupones falsos a mitad de precio en la propia gasolinera en la que trabajaba de turno de noche. Sabía que la pasma le seguía los pasos, pero algunos agentes uniformados le compraban los cupones sin tapujos, solicitándolos casi a gritos en medio del fragor de la noche entre idas y venidas de ciclistas que paraban a inflar las ruedas de sus bicis y a comprar barritas energéticas, batidos y piezas de fruta. Con tres cupones de racionamiento se podía llenar el depósito de cualquier turismo utilitario. Spencer Singer tampoco desaprovechaba cualquier ocasión de prodigar favores sexuales a bellas muchachas que no portaban cupones o los querían reservar para una mejor ocasión. En una de aquella situaciones, Laura Sendall le birló seis cupones, le propinó una bofetada y lo abandonó en el escusado con los pantalones bajados y el culo al aire despotricando que aquella mala jugada se la pagaría con creces, "¡valiente hija de perra!" "¡Qué te folle un pez, a ser posible espada!" le grito ella desde su Audi 900, marchándose del lugar con tamaños aspavientos, que durante tres días muchos preguntaron si el tornado de Colorado había pasado por allí.
Los cupones auténticos de razonamiento se agotaban y la inflación de cupones falsificados supuso el cierre de muchas gasolineras y surtidores en todo el país. Spencer Singer como veía peligrar su puesto de trabajo y el lucrativo negocio, tuvo una brillante idea. Se encerró en el garaje de su casa durante una semana las horas diurnas de sueño y diseñó un cargador de baterías solar apto para todo tipo de pilas. Cuando lo tuvo terminado lo llevó a la gasolinera y en poco tiempo el número de clientes que acudían andando a la gasolinera era muy superior al de los que lo hacían en auto o en bici. El cargador permitía realizar cargas en menos de tres minutos. Muchos clientes motorizados contemplaban admirados como la mayoría recorrían distancias kilométricas para llegar a la gasolinera para cargar sus baterías y optaron también por esta opción, desechar el vehículo a motor y abonarse al placer que ha procurado siempre "el coche de San Fernando, un rato a pie y otro andando"
Spencer Singer se convirtió con el tiempo en uno de los tipos más millonarios del universo, millonario en amigos. Las cargas las realizaba gratis a cambio de comida u otros enseres necesarios.
Los cupones de racionamiento de combustible se vendían en el mercado negro al doble de su precio inicial. Spencer Singer guardaba en su garaje una imprenta falsificadora y vendia cupones falsos a mitad de precio en la propia gasolinera en la que trabajaba de turno de noche. Sabía que la pasma le seguía los pasos, pero algunos agentes uniformados le compraban los cupones sin tapujos, solicitándolos casi a gritos en medio del fragor de la noche entre idas y venidas de ciclistas que paraban a inflar las ruedas de sus bicis y a comprar barritas energéticas, batidos y piezas de fruta. Con tres cupones de racionamiento se podía llenar el depósito de cualquier turismo utilitario. Spencer Singer tampoco desaprovechaba cualquier ocasión de prodigar favores sexuales a bellas muchachas que no portaban cupones o los querían reservar para una mejor ocasión. En una de aquella situaciones, Laura Sendall le birló seis cupones, le propinó una bofetada y lo abandonó en el escusado con los pantalones bajados y el culo al aire despotricando que aquella mala jugada se la pagaría con creces, "¡valiente hija de perra!" "¡Qué te folle un pez, a ser posible espada!" le grito ella desde su Audi 900, marchándose del lugar con tamaños aspavientos, que durante tres días muchos preguntaron si el tornado de Colorado había pasado por allí.
Los cupones auténticos de razonamiento se agotaban y la inflación de cupones falsificados supuso el cierre de muchas gasolineras y surtidores en todo el país. Spencer Singer como veía peligrar su puesto de trabajo y el lucrativo negocio, tuvo una brillante idea. Se encerró en el garaje de su casa durante una semana las horas diurnas de sueño y diseñó un cargador de baterías solar apto para todo tipo de pilas. Cuando lo tuvo terminado lo llevó a la gasolinera y en poco tiempo el número de clientes que acudían andando a la gasolinera era muy superior al de los que lo hacían en auto o en bici. El cargador permitía realizar cargas en menos de tres minutos. Muchos clientes motorizados contemplaban admirados como la mayoría recorrían distancias kilométricas para llegar a la gasolinera para cargar sus baterías y optaron también por esta opción, desechar el vehículo a motor y abonarse al placer que ha procurado siempre "el coche de San Fernando, un rato a pie y otro andando"
Spencer Singer se convirtió con el tiempo en uno de los tipos más millonarios del universo, millonario en amigos. Las cargas las realizaba gratis a cambio de comida u otros enseres necesarios.
12 de mayo de 2008
" Coslada City DeadLock"
Los camellos de metadona, de ibogaína, de Antabuse pululaban como sabandijas por las esquinas en busca de clientes. A la pasma no le resultaba fácil distinguir a los primeros de los segundos. Parroquianos y vendedores al por menor tampoco parecían muy duchos a la hora de discernir entre "polis buenos y malos". Estos a su vez se infiltraban haciéndose pasar por camellos o clientes. Entre camellos, algún agente de policía ganaba un dinero extra para sufragar gastos superfluos. Entre adictos, especialmente al Antabuse, muchos, demasiados agentes del CSI - Comisaría Sectorial Intercontinental, del FBI - Federación Burocrática Internacional , de CIP - Cuerpo Internacional de Policía - se afanaban, al terminar de prestar servicio, en buscar quien les vendiera cuatro comprimidos de estraperlo cuyo rostro no les resultase conocido para no verse comprometidos llegado el caso.
Las prostitutas se quejaban de que ya no encontraban proxenetas como los de antes. La mayoría se ocupaban de traficar con la cada vez mayor competencia del mercado lesbio, gay y transexual. Las madamas transexuales se prodigaban en cualquier prostíbulo y no resultaba extraño ver a policías de Distrito Centro dando protección a prostitutas desamparadas en sus horas libres para ganar un sobresueldo.
Fargo Spencer, un agente de policía incorruptible, una especie a extinguir dentro del cuerpo policial internacional, combinaba su eficaz labor policial durante las diez horas de servicio, con encargos de infiltrado de lo más variopintos. El comisario de Distrito Centro le había encomendado hacerse pasar por camello de Antabuse para poder desmantelar la trama y todo el tinglado de confabulación en la que una red de mafias policiales internacionales y de organizaciones criminales rusas, moldavas, chinas, birmanas, colombianas, canadienses y oriundas de Alaska trabajaban estrechamente para captar cada vez más adeptos. El proselitismo doloso era tan agresivo que muchos individuos se veían envueltos en la maraña casi sin pretenderlo y en contra de su voluntad. Pero el agente Fargo Spencer, cual un Ulises sagaz de la Edad Contemporánea Postespacial, contaba con mil ardides y artimañas para salir airoso de las difíciles misiones que le encomendaban. Siempre gustaba decir, "Bañado en mierda, no dejo que ésta me salpique".
En los bares de alterne de la Avenida C, Spencer aparentaba hacer vida social frecuentando todos los locales posibles. Prefería mantenerse de pie ante el mostrador mientras le despachaban la bebida para contar con un mayor campo visual y no perder detalle de cuanto se cocinaba a su alrededor. Llevaba escondidos en el interior del jersey de cuello cisne algunos comprimidos sueltos de Antabuse, los suficientes para "captar clientes" de su interés. No podía correr riesgos. Estaba a punto de conseguir pruebas suficientes que inculpasen a cuando menos cuatro agentes de policía de la Unidad contra Sucedáneos de Estupefacientes. Un mínimo error podía costarle incluso la propia vida. No contaba con que surgiría en escena Deborah Philips, un agente especial de la Unidad de Grupo de Menores, especializada en combatir delitos de pederastia, haciéndose pasar por la madama de un burdel improvisado en el primer piso del inmueble, justo encima del bar en el que ambos se encontraban simulando beber una vaso de agua carbonatada. Ella se encontraba allí en el mismo lugar que él, aguardando la llegada de los cuatro agentes sospechosos, que no sólo consumían Antabuse hasta ponerse ciegos y caer en una especie de estado de catatonia, de gran excitación sino que además frecuentaban burdeles en los que ejercían prostitución menores de edad de cualquier sexo y condición.
La dificultad se suscitó cuando aparecieron los cuatro tipos y se acercaron a la barra del bar gritando a los camareros que querían agua de grifo bien fría y de manantial. Fargo quería captar la atención de alguno de ellos, mientras Deborah hacía lo propio, desconociendo que ambos estaban muy centrados en lo suyo obviando lo del otro. "Mira, Leonard, lo que tenemos aqui. ¡Qué preciosidad!" -exclamó uno de los polis refiriéndose a Deborah, cuyo atuendo le hacía parecer a Kathleen Turner en China Blue, una película de hacía casi dos siglos que a Fargo le gustaba mucho visionar en edición remasterizada en octava generación de proceso de mastering. Aquella beldad le estaba ganando la partida. Fargo albergaba la sospecha de que se tratase de algún "expediente Y" - así se llamaba coloquialmente a los agentes infiltrados -, pero no quería sacar conclusiones precipitadas y arruinar el seguimiento. Entonces se le ocurrió que si entraba en el juego de ella, quizás sería preferible a litigar por la detención y custodia de aquellos cuatro bribones. Sería el quinto en discordia.
Al tercer trago de agua mineral acompañada de varios comprimidos de Antabuse y complejos vitamínicos - Fargo fingió tomar un par de ellos que luego escupió con disimulo - ya se mostraban los cinco polis predispuestos a acompañar a Deborah al antro y cuchitril inmundos. La siguieron entre bravuconadas y chanzas de juego verbal soez, vil. Deborah y Fargo, enemigos de bullas, intentaban contenerse muy concentrados en su objetivo. Deborah se contorneaba perfilando su silueta redondeada y perfecta. Fargo pensó que tal vez no exagerase. Siempre le pareció harto difícil que las mujeres pudiesen desenvolverse con soltura teniendo que sobrellevar caderas. La mayoría se operaban las cartucheras y resultaba casi imposible encontrar a alguna "valiente" que se negase a tamaña aberración. Al acceder al pequeño inmueble, Fargo comprendió que la puesta en escena, se trataba de un montaje porque Sara, el agente infiltrado de Grupo de Menores le guiñó un ojo en un gesto cómplice. Ambos se conocían desde hacía años y eran buenos amigos. Las supuestas menores utilizadas como gancho, provenían de la cantera de la Academia de Policía Regional. Eran muchachas muy jóvenes, mayores de edad, que rondaban los dieciocho años, pero que aparentaban andar en la pubertad. Deborah explicó a los cuatro agentes sospechosos y a Fargo que podían escoger entre las diez jóvenes, todas ellas menores de edad, dos de ellas vírgenes. Fargo tuvo que hacer esfuerzos para contener la risa. Los cuatro agentes escogieron con cierta celeridad, sin darle demasiados vueltas al asunto. Fargo preguntó si podía escoger a la propia Deborah. Alegó que sin desmerecer a las demás, ella era la que le parecía más seductora y atractiva. Deborah accedió frunciendo el ceño. En uno de los aposentos diminutos al que le condujo de la mano, Fargo selló sus labios y le mostró la placa identificativa policial. Deborah le dió un beso en la boca y le mostró su placa. Le susurró al oído, "Desde un principio supe que eras un infiltrado. ¿Quién te envía?". "De la Brigada Antisucedáneos" - respondió él. "Añoro los viejos tiempos de la coca, la heroína, el alcohol. Resultaba todo menos complicado". "Somos agentes de la vieja guardia, compañera"
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"Salud e inspiración para tod@s"
Los camellos de metadona, de ibogaína, de Antabuse pululaban como sabandijas por las esquinas en busca de clientes. A la pasma no le resultaba fácil distinguir a los primeros de los segundos. Parroquianos y vendedores al por menor tampoco parecían muy duchos a la hora de discernir entre "polis buenos y malos". Estos a su vez se infiltraban haciéndose pasar por camellos o clientes. Entre camellos, algún agente de policía ganaba un dinero extra para sufragar gastos superfluos. Entre adictos, especialmente al Antabuse, muchos, demasiados agentes del CSI - Comisaría Sectorial Intercontinental, del FBI - Federación Burocrática Internacional , de CIP - Cuerpo Internacional de Policía - se afanaban, al terminar de prestar servicio, en buscar quien les vendiera cuatro comprimidos de estraperlo cuyo rostro no les resultase conocido para no verse comprometidos llegado el caso.
Las prostitutas se quejaban de que ya no encontraban proxenetas como los de antes. La mayoría se ocupaban de traficar con la cada vez mayor competencia del mercado lesbio, gay y transexual. Las madamas transexuales se prodigaban en cualquier prostíbulo y no resultaba extraño ver a policías de Distrito Centro dando protección a prostitutas desamparadas en sus horas libres para ganar un sobresueldo.
Fargo Spencer, un agente de policía incorruptible, una especie a extinguir dentro del cuerpo policial internacional, combinaba su eficaz labor policial durante las diez horas de servicio, con encargos de infiltrado de lo más variopintos. El comisario de Distrito Centro le había encomendado hacerse pasar por camello de Antabuse para poder desmantelar la trama y todo el tinglado de confabulación en la que una red de mafias policiales internacionales y de organizaciones criminales rusas, moldavas, chinas, birmanas, colombianas, canadienses y oriundas de Alaska trabajaban estrechamente para captar cada vez más adeptos. El proselitismo doloso era tan agresivo que muchos individuos se veían envueltos en la maraña casi sin pretenderlo y en contra de su voluntad. Pero el agente Fargo Spencer, cual un Ulises sagaz de la Edad Contemporánea Postespacial, contaba con mil ardides y artimañas para salir airoso de las difíciles misiones que le encomendaban. Siempre gustaba decir, "Bañado en mierda, no dejo que ésta me salpique".
En los bares de alterne de la Avenida C, Spencer aparentaba hacer vida social frecuentando todos los locales posibles. Prefería mantenerse de pie ante el mostrador mientras le despachaban la bebida para contar con un mayor campo visual y no perder detalle de cuanto se cocinaba a su alrededor. Llevaba escondidos en el interior del jersey de cuello cisne algunos comprimidos sueltos de Antabuse, los suficientes para "captar clientes" de su interés. No podía correr riesgos. Estaba a punto de conseguir pruebas suficientes que inculpasen a cuando menos cuatro agentes de policía de la Unidad contra Sucedáneos de Estupefacientes. Un mínimo error podía costarle incluso la propia vida. No contaba con que surgiría en escena Deborah Philips, un agente especial de la Unidad de Grupo de Menores, especializada en combatir delitos de pederastia, haciéndose pasar por la madama de un burdel improvisado en el primer piso del inmueble, justo encima del bar en el que ambos se encontraban simulando beber una vaso de agua carbonatada. Ella se encontraba allí en el mismo lugar que él, aguardando la llegada de los cuatro agentes sospechosos, que no sólo consumían Antabuse hasta ponerse ciegos y caer en una especie de estado de catatonia, de gran excitación sino que además frecuentaban burdeles en los que ejercían prostitución menores de edad de cualquier sexo y condición.
La dificultad se suscitó cuando aparecieron los cuatro tipos y se acercaron a la barra del bar gritando a los camareros que querían agua de grifo bien fría y de manantial. Fargo quería captar la atención de alguno de ellos, mientras Deborah hacía lo propio, desconociendo que ambos estaban muy centrados en lo suyo obviando lo del otro. "Mira, Leonard, lo que tenemos aqui. ¡Qué preciosidad!" -exclamó uno de los polis refiriéndose a Deborah, cuyo atuendo le hacía parecer a Kathleen Turner en China Blue, una película de hacía casi dos siglos que a Fargo le gustaba mucho visionar en edición remasterizada en octava generación de proceso de mastering. Aquella beldad le estaba ganando la partida. Fargo albergaba la sospecha de que se tratase de algún "expediente Y" - así se llamaba coloquialmente a los agentes infiltrados -, pero no quería sacar conclusiones precipitadas y arruinar el seguimiento. Entonces se le ocurrió que si entraba en el juego de ella, quizás sería preferible a litigar por la detención y custodia de aquellos cuatro bribones. Sería el quinto en discordia.
Al tercer trago de agua mineral acompañada de varios comprimidos de Antabuse y complejos vitamínicos - Fargo fingió tomar un par de ellos que luego escupió con disimulo - ya se mostraban los cinco polis predispuestos a acompañar a Deborah al antro y cuchitril inmundos. La siguieron entre bravuconadas y chanzas de juego verbal soez, vil. Deborah y Fargo, enemigos de bullas, intentaban contenerse muy concentrados en su objetivo. Deborah se contorneaba perfilando su silueta redondeada y perfecta. Fargo pensó que tal vez no exagerase. Siempre le pareció harto difícil que las mujeres pudiesen desenvolverse con soltura teniendo que sobrellevar caderas. La mayoría se operaban las cartucheras y resultaba casi imposible encontrar a alguna "valiente" que se negase a tamaña aberración. Al acceder al pequeño inmueble, Fargo comprendió que la puesta en escena, se trataba de un montaje porque Sara, el agente infiltrado de Grupo de Menores le guiñó un ojo en un gesto cómplice. Ambos se conocían desde hacía años y eran buenos amigos. Las supuestas menores utilizadas como gancho, provenían de la cantera de la Academia de Policía Regional. Eran muchachas muy jóvenes, mayores de edad, que rondaban los dieciocho años, pero que aparentaban andar en la pubertad. Deborah explicó a los cuatro agentes sospechosos y a Fargo que podían escoger entre las diez jóvenes, todas ellas menores de edad, dos de ellas vírgenes. Fargo tuvo que hacer esfuerzos para contener la risa. Los cuatro agentes escogieron con cierta celeridad, sin darle demasiados vueltas al asunto. Fargo preguntó si podía escoger a la propia Deborah. Alegó que sin desmerecer a las demás, ella era la que le parecía más seductora y atractiva. Deborah accedió frunciendo el ceño. En uno de los aposentos diminutos al que le condujo de la mano, Fargo selló sus labios y le mostró la placa identificativa policial. Deborah le dió un beso en la boca y le mostró su placa. Le susurró al oído, "Desde un principio supe que eras un infiltrado. ¿Quién te envía?". "De la Brigada Antisucedáneos" - respondió él. "Añoro los viejos tiempos de la coca, la heroína, el alcohol. Resultaba todo menos complicado". "Somos agentes de la vieja guardia, compañera"
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"Salud e inspiración para tod@s"
8 de mayo de 2008
"Retazos de metáfora dormida"
El cadáver del joven apareció tendido en la nieve con los primeros deshielos de la primavera. Le habían estado buscando, infatigables, personas que le conocían bien y le querían mucho, pero también un ejército de voluntarios a los que sólo se les dijo que un muchacho de diecisiete años que vagaba sin compañía por la montaña “se había perdido”, - “se había marchado de su casa porque padecía depresión”, “se había fugado de un internado”, “se había metido en extraños asuntos y en la montaña buscaba refugio, consuelo”, “ se había enamorado y su amor no le era correspondido”, “se sentía asustado ante el porvenir” , “dudaba si el próximo curso se matricularía en Ingeniería o en Exactas”, “ le había sentado como un jarro de agua fría la pubertad y no quería madurar, hacerse adulto”, “ su padre era un déspota militar”, “ su madre no le había prodigado suficiente cariño y atención en el seno de una familia numerosa”, “estaba en la peor edad”... –
Las habladurías impertinentes sobre su desaparición en boca de personas que no le conocían de nada, se desleían y atenuaban en un eco de silencio sobrecogedor que atronaba el valle. Callaban las lenguas serpentinas de las gentes de la comarca. Hablaban el río caudaloso en su cuenca, los montes y caseríos con ese lenguaje articulado de pausas y melodías sigilosas que imponen silencio a los humanos mezquinos, siempre mezquinos. Esos humanos que murmullan demasiado, que expresan sin delicadeza las ideas más peregrinas sobre los incidentes más graves. Esos humanos que decían saber acerca del joven hallado muerto sobre la cálida nieve de primavera. Un muchacho que ya no era humano, ya no era mezquino, ya no era nada de todo aquella blasfemia inmunda que se cernía sobre su vida, sobre su muerte. Su cuerpo inerte se fundía con el silencio del valle que vivía su muerte con la intensidad de la vida, de la realidad primaria de la que están hechas las cosas, los cuerpos vivos, los cuerpos muertos. Materia y espíritu fundidos en el abrazo de la esencia, de la nieve, de la muerte, del silencio. Rémora de metáfora dormida.
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"Salud e inspiración para tod@s"
El cadáver del joven apareció tendido en la nieve con los primeros deshielos de la primavera. Le habían estado buscando, infatigables, personas que le conocían bien y le querían mucho, pero también un ejército de voluntarios a los que sólo se les dijo que un muchacho de diecisiete años que vagaba sin compañía por la montaña “se había perdido”, - “se había marchado de su casa porque padecía depresión”, “se había fugado de un internado”, “se había metido en extraños asuntos y en la montaña buscaba refugio, consuelo”, “ se había enamorado y su amor no le era correspondido”, “se sentía asustado ante el porvenir” , “dudaba si el próximo curso se matricularía en Ingeniería o en Exactas”, “ le había sentado como un jarro de agua fría la pubertad y no quería madurar, hacerse adulto”, “ su padre era un déspota militar”, “ su madre no le había prodigado suficiente cariño y atención en el seno de una familia numerosa”, “estaba en la peor edad”... –
Las habladurías impertinentes sobre su desaparición en boca de personas que no le conocían de nada, se desleían y atenuaban en un eco de silencio sobrecogedor que atronaba el valle. Callaban las lenguas serpentinas de las gentes de la comarca. Hablaban el río caudaloso en su cuenca, los montes y caseríos con ese lenguaje articulado de pausas y melodías sigilosas que imponen silencio a los humanos mezquinos, siempre mezquinos. Esos humanos que murmullan demasiado, que expresan sin delicadeza las ideas más peregrinas sobre los incidentes más graves. Esos humanos que decían saber acerca del joven hallado muerto sobre la cálida nieve de primavera. Un muchacho que ya no era humano, ya no era mezquino, ya no era nada de todo aquella blasfemia inmunda que se cernía sobre su vida, sobre su muerte. Su cuerpo inerte se fundía con el silencio del valle que vivía su muerte con la intensidad de la vida, de la realidad primaria de la que están hechas las cosas, los cuerpos vivos, los cuerpos muertos. Materia y espíritu fundidos en el abrazo de la esencia, de la nieve, de la muerte, del silencio. Rémora de metáfora dormida.
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"Salud e inspiración para tod@s"
29 de abril de 2008
"Los tres soles"
Érase una vez un planeta que tenía tres soles azules. Un sol azul turquesa que lucía desde el amanecer hasta el mediodía. Le relevaba un sol azul indantreno que desde las doce hasta el ocaso se enseñoreaba de la tarde cual jinete de Berbería. El tercer sol, dueño de la noche, exhibía un azul cobalto frío y nigérrimo de espanto, que imponía una especie de ley de silencio sobre la faz de aquel planeta.
Un día apareció en el firmamento un pesquero caza astros y se llevó los dos soles diurnos, dejando el tercer sol dominando el cielo. Este sol huraño, hosco y oscuro se sentía más que harto de ejercer su labor las veinticuatro horas del día. Pero así permanenció por espacio de tres años, tres meses y tres días hasta que vió llegar por el firmamento una dotación ambulante de Oficina de Atención al Astro Errante. Echó instancia solicitando ser elevado a la categoría de planeta y ser trasladado a otro lugar. Le fue concedido más o menos al año.
Ahora lo llaman Planeta Azul - a secas, nada de turquesa, indantreno o cobalto - . Mora una galaxia remota de un sistema solar cualquiera y está más que ahíto de su larga vida como planeta. Anhela aquella época de su vida en la que compartía la bóveda celeste con los soles turquesa e indantreno. Pero ya no hay vuelta atrás en el orden jerárquico del firmamento.
Érase una vez un planeta que tenía tres soles azules. Un sol azul turquesa que lucía desde el amanecer hasta el mediodía. Le relevaba un sol azul indantreno que desde las doce hasta el ocaso se enseñoreaba de la tarde cual jinete de Berbería. El tercer sol, dueño de la noche, exhibía un azul cobalto frío y nigérrimo de espanto, que imponía una especie de ley de silencio sobre la faz de aquel planeta.
Un día apareció en el firmamento un pesquero caza astros y se llevó los dos soles diurnos, dejando el tercer sol dominando el cielo. Este sol huraño, hosco y oscuro se sentía más que harto de ejercer su labor las veinticuatro horas del día. Pero así permanenció por espacio de tres años, tres meses y tres días hasta que vió llegar por el firmamento una dotación ambulante de Oficina de Atención al Astro Errante. Echó instancia solicitando ser elevado a la categoría de planeta y ser trasladado a otro lugar. Le fue concedido más o menos al año.
Ahora lo llaman Planeta Azul - a secas, nada de turquesa, indantreno o cobalto - . Mora una galaxia remota de un sistema solar cualquiera y está más que ahíto de su larga vida como planeta. Anhela aquella época de su vida en la que compartía la bóveda celeste con los soles turquesa e indantreno. Pero ya no hay vuelta atrás en el orden jerárquico del firmamento.
25 de abril de 2008
"Entre fogones"
El estruendo de fondo de obuses, cañones y morteros no era óbice para dejar de hacer lo que correspondía a esas horas del anochecer. Mi madre nos bajaba a la bodega del sótano y nos obligaba a permanecer ahí hasta que cesasen el toque de queda y la orquesta bélica, mientras ella se metía en la cocina entre fogones para prepararnos una cena siempre exquisita, siempre deliciosa pese a la precariedad de la materia prima. Decía que las sopas de ajo debían prepararse a conciencia como si las fuese a degustar un rey o un obispo; que la legumbre era el alimento más completo y podía cenarse si había sobrado del almuerzo o si se terciaba a falta de tortas; que el pan untado con aceite provenía del mismo cielo y tal vez lo trajesen las bombas, pese a ser éstas obra seguramente del demonio - los caminos de Dios inescrutables -. El jamón pendía de una escarpia y desde mi curiosidad infantil no podía evitar comparar su forma con el bombo de mi madre, preñada de siete meses, gestando el nacimiento de mi hermano Antonio. Mi madre desprendía un aroma fragrante y limpio como su mirada. El jamón sabía muy rico, pero a mi corto entender de entonces, olía fatal.
Cenábamos a eso de las nueve de la noche. Antes rezábamos un padrenuestro y dábamos gracias al de arriba por las cosas de abajo, en concreto las que lucían escasas pero exquisitas sobre el mantel de la mesa de la cocina. Como las bombas, ya dije, caían del cielo, mi madre nos obligaba también a mostrar y sentir gratitud, porque aseguraba que ninguno de aquellos zambombazos tocaría nunca nuestras viandas. El que está en lo alto no lo consentiría, aseguraba con tal fuerza de convicción que yo siempre lo creí y aún ahora lo sigo creyendo. De mi madre aprendí a preparar con esmero cualquier guiso, la dieta sencilla y mediterránea, la tranquilidad, el sosiego, la felicidad que uno puede hallar en el santuario de la cocina. La artillería nunca alcanzó el blanco de nuestros manjares, cierto, pero creo que a mi padre le tocó la diana del corazón en plena refriega. Mi madre no nos hablaba de estos detalles. Tampoco se mostraba demasiado explícita en lo tocante a su marido, nuestro progenitor. Nos explicaba que él regresaría algún día, el menos pensado. Pero lo cierto es que aún ahora seguimos aguardando su regreso o tener alguna noticia de él. Saber que fué de su vida o de su muerte. Siempre he sentido que mi padre no se sentase a la mesa con todos nosotros para degustar juntos los platos sabrosos que con tanto esmero preparaba nuestra madre, su esposa. Si seguía vivo en algún lugar no creo que su existencia alcanzase la calidad de la nuestra, sencillamente porque no contaba con el cariño y la presencia incondicional de aquella mujer excepcional.
Con frecuencia se sentaban a la mesa soldados que llamaban a la puerta pidiendo un trozo de pan, algo que llevarse a la boca. En esos casos mi madre sacaba la bota de vino y todos lo catábamos como si degustásemos algún brebaje divino. Uno de aquellos soldados besó a mi madre en los labios mientras el puchero de barro a fuego lentísimo hervía el cocido. Mi madre le arreó tremenda bofetada y yo me llevé la mano a la mejilla como si me la hubiese dado a mí. Pensé que despacharía al soldado y éste liaría el petate para salir pies en polvorosa de nuestra humilde casa, pero no, el soldado había sido invitado a cenar esa noche y cenó. Cabizbajo casi no probó bocado. Mi madre se mostró diáfana y natural como la claridad del día. Cenamos el puchero que habíamos almorzado, cocido que nos encontraríamos en el plato durante días sucesivos. Cada día me sabía más rico. Las sobras de los guisos de mi madre ganaban en sabor y calidad con el pasar de los días. Era algo así como un milagro del cielo.
Pasada la guerra, una mañana, se presentó en casa aquel soldado, el del beso, el de la bofetada. Se entrevistó con mi madre en la cocina, que era donde ella recibía siempre a las visitas, mientras mis hermanos y yo escuchábamos a hurtadillas la conversación agazapados detrás de la puerta. Todo fueron requiebros y no escatimó en lisonjas para con mi madre. Pero ella le respondió que era una mujer casada que aguardaba esperanzada el regreso del marido. Luego estábamos nosotros, sus hijos, lo más importante -dijo -, cuestión vital. Invitó al soldado al almuerzo y éste aceptó. Cabizbajo, no probó bocado. No le volvimos a ver nunca.
Mi madre ahora padece la enfermedad de Alzehimer y no recuerda lo buena madre que ha sido para todos nosotros, pero no importa. Yo sí lo recuerdo. Mis hermanos también.
El estruendo de fondo de obuses, cañones y morteros no era óbice para dejar de hacer lo que correspondía a esas horas del anochecer. Mi madre nos bajaba a la bodega del sótano y nos obligaba a permanecer ahí hasta que cesasen el toque de queda y la orquesta bélica, mientras ella se metía en la cocina entre fogones para prepararnos una cena siempre exquisita, siempre deliciosa pese a la precariedad de la materia prima. Decía que las sopas de ajo debían prepararse a conciencia como si las fuese a degustar un rey o un obispo; que la legumbre era el alimento más completo y podía cenarse si había sobrado del almuerzo o si se terciaba a falta de tortas; que el pan untado con aceite provenía del mismo cielo y tal vez lo trajesen las bombas, pese a ser éstas obra seguramente del demonio - los caminos de Dios inescrutables -. El jamón pendía de una escarpia y desde mi curiosidad infantil no podía evitar comparar su forma con el bombo de mi madre, preñada de siete meses, gestando el nacimiento de mi hermano Antonio. Mi madre desprendía un aroma fragrante y limpio como su mirada. El jamón sabía muy rico, pero a mi corto entender de entonces, olía fatal.
Cenábamos a eso de las nueve de la noche. Antes rezábamos un padrenuestro y dábamos gracias al de arriba por las cosas de abajo, en concreto las que lucían escasas pero exquisitas sobre el mantel de la mesa de la cocina. Como las bombas, ya dije, caían del cielo, mi madre nos obligaba también a mostrar y sentir gratitud, porque aseguraba que ninguno de aquellos zambombazos tocaría nunca nuestras viandas. El que está en lo alto no lo consentiría, aseguraba con tal fuerza de convicción que yo siempre lo creí y aún ahora lo sigo creyendo. De mi madre aprendí a preparar con esmero cualquier guiso, la dieta sencilla y mediterránea, la tranquilidad, el sosiego, la felicidad que uno puede hallar en el santuario de la cocina. La artillería nunca alcanzó el blanco de nuestros manjares, cierto, pero creo que a mi padre le tocó la diana del corazón en plena refriega. Mi madre no nos hablaba de estos detalles. Tampoco se mostraba demasiado explícita en lo tocante a su marido, nuestro progenitor. Nos explicaba que él regresaría algún día, el menos pensado. Pero lo cierto es que aún ahora seguimos aguardando su regreso o tener alguna noticia de él. Saber que fué de su vida o de su muerte. Siempre he sentido que mi padre no se sentase a la mesa con todos nosotros para degustar juntos los platos sabrosos que con tanto esmero preparaba nuestra madre, su esposa. Si seguía vivo en algún lugar no creo que su existencia alcanzase la calidad de la nuestra, sencillamente porque no contaba con el cariño y la presencia incondicional de aquella mujer excepcional.
Con frecuencia se sentaban a la mesa soldados que llamaban a la puerta pidiendo un trozo de pan, algo que llevarse a la boca. En esos casos mi madre sacaba la bota de vino y todos lo catábamos como si degustásemos algún brebaje divino. Uno de aquellos soldados besó a mi madre en los labios mientras el puchero de barro a fuego lentísimo hervía el cocido. Mi madre le arreó tremenda bofetada y yo me llevé la mano a la mejilla como si me la hubiese dado a mí. Pensé que despacharía al soldado y éste liaría el petate para salir pies en polvorosa de nuestra humilde casa, pero no, el soldado había sido invitado a cenar esa noche y cenó. Cabizbajo casi no probó bocado. Mi madre se mostró diáfana y natural como la claridad del día. Cenamos el puchero que habíamos almorzado, cocido que nos encontraríamos en el plato durante días sucesivos. Cada día me sabía más rico. Las sobras de los guisos de mi madre ganaban en sabor y calidad con el pasar de los días. Era algo así como un milagro del cielo.
Pasada la guerra, una mañana, se presentó en casa aquel soldado, el del beso, el de la bofetada. Se entrevistó con mi madre en la cocina, que era donde ella recibía siempre a las visitas, mientras mis hermanos y yo escuchábamos a hurtadillas la conversación agazapados detrás de la puerta. Todo fueron requiebros y no escatimó en lisonjas para con mi madre. Pero ella le respondió que era una mujer casada que aguardaba esperanzada el regreso del marido. Luego estábamos nosotros, sus hijos, lo más importante -dijo -, cuestión vital. Invitó al soldado al almuerzo y éste aceptó. Cabizbajo, no probó bocado. No le volvimos a ver nunca.
Mi madre ahora padece la enfermedad de Alzehimer y no recuerda lo buena madre que ha sido para todos nosotros, pero no importa. Yo sí lo recuerdo. Mis hermanos también.
19 de abril de 2008

Mi amigo KAMI me acaba de sorprender con una nominación a los dos premios blogosfera..."Eclipse de Luna" y "Premio Planeta Azul"
Las Reglas de estos premios son:
1.- Debe ser atribuido a los blogs destacados en sentimientos humanos y proclives al cuidado del planeta.
2. Cuando se reciba el premio se debe escribir un post indicando quien fue la persona que te dio el premio y su respectivo link a ese blog.
3.- Una Etiqueta al premio.
4.-Se debe exhibir orgullosamente la etiqueta del premio, preferiblemente con el link donde se habla del mismo.
5.- Nombrar 7 blogs que recibirán el premio.
Mis nominados a estos premios son:
1. 2008/04/y-ahora-va-de-premios.html/del amigo KAMI
2. Tintero-Virtual
3. un espacio-literario-entre-amigos
4. El-Rincón-de-Sherezade
5. El-Guardarropa-de-Blanca
6. Los-inclitos-comentarios-de-mi-amigo-Travis-en-mi-blog
7. En-Agua-Recordandoa-Rosa-Areópago-Sicilia-Lollita-Kami-SweetJane-Tian-Ángel-a-Todos
Gracias Kami por la confianza y la responsabilidad, y gracias a los que asigné como nominados, por su lucha de distintas maneras en ser mejores personas, hacer un mejor mundo con sus pensamientos y escritos, y por luchar incansablemente contra las distintas injusticias.
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